Hope Arts: Relatos y Guiones

Historias, fábulas y narraciones de creación propia.

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Lugar: Cantabria, Spain

domingo, septiembre 11, 2005

Preludio a un Café Solo

Observó como el cigarro se consumía en el cenicero, lo recogió con habilidad, dio dos caladas, tosió guturalmente sin tomarse la molestia de cubrir la boca con la mano, se limpió los labios con la manga de la camisa y empezó a responder:

-En Rusia, yo vivía en Siberia, en un pueblo cerca de la gran ciudad de Omsk. Era un pueblo tan pequeño que nadie se había tomado la molestia de ponerle un nombre, de modo que los de la ciudad simplemente nos llamaban “los de fuera”. En la ciudad había chimeneas en las que prender un fuego para calentarse, comida y ropa, pero fuera, el hombre estaba solo con la estepa. A principios de Octubre llegaba un viento tan fuerte que arrastraba consigo el color de las cosas, y los campos que habían sido verdes se cubrían de un color blanco, los animales y los árboles se volvían negros como sombras y la piel de los hombres se tornaba gris.

Con torpeza, tanteó la mesa en busca de la única copa de las siete que aún contenía alcohol. Haciendo acopio de toda su habilidad coordinativa, logró llevársela hasta la ansiosa boca, que sorbió con premura el contenido del recipiente hasta vaciarlo de líquido. Los cubitos de hielo tintinearon cuando la copa regresó a la mesa.

-Luego comenzaba a caer semejante cantidad de nieve que ni nos molestábamos en abrir los ojos, ya que todo lo que habríamos visto sería un blanco infinito. De todas formas, hacía tanto frío que si abrías los ojos, las lágrimas se congelaban y no volvías a ver jamás. ¿Sí?

El ruso llevaba nueve años en el país y hablaba el idioma con la fluidez de un filólogo, pero aún ahora conservaba cierta desconfianza hacia una lengua que todavía le parecía extraña, lo que le impulsaba a cuestionar a sus oyentes sobre su capacidad para hacerse comprender. Esperó el gesto de asentimiento de su público y prosiguió.

-Pero a pesar del frío y la nieve, “los de fuera” teníamos que buscar la manera de sobrevivir. En la estepa no había tiendas donde comprar abrigos de pieles ni carne para asar. Teníamos que salir a cazar.

El ruso se llamaba Aleksandr, pero todo el mundo lo llamaba Sasha. Sasha estaba en ese estado intermedio de embriaguez en el que empiezan a atropellarse las palabras. Por fortuna para los que atendían la historia del ruso, Sasha ponía todo su esfuerzo en arrebatarle el control de su lengua al vodka que saturaba ya su organismo.

-Yo salía a cazar con mi padre. Usábamos un rifle de mi abuelo. Con ese arma, mi abuelo había derrocado a los zares. Era un rifle muy viejo, pero jamás falló. Un día, mi padre y yo salimos a cazar, en silencio. Cuando salíamos a cazar en invierno, nunca hablábamos. De haber abierto la boca, la saliva se habría congelado antes de lograr articular palabra.

Ante la expresión de asombro de sus atentos espectadores Sasha no pudo reprimir una sonrisa, que ocultó expulsando su última calada por la nariz. El rostro del ruso pareció desaparecer por un momento entre una tóxica bruma gris de tabaco negro.

-Caminamos durante horas entre árboles negros y campos blancos. La cara gris de mi padre escrutaba con impaciencia el horizonte helado, hasta que por fin señaló una sombra lejana. Allí, entre los árboles, estaba el oso más grande que había visto en mi vida. Estaba parado como una estatua y nos miraba fijamente a los ojos con toda su furia.

Como si de un experimentado actor se tratara, acompañó su relato de un variado catálogo de movimientos y expresiones faciales. De repente, detuvo su frenesí gestual para componer su habitual aspecto sosegado.

-Mi padre cargó el arma y me la entregó. Yo nunca había disparado, y tenía mucho miedo. Era sólo un niño, pero sabía que si fallaba, el oso nos destrozaría sin piedad. Apunté con todo el cuidado que pude, intentando controlar el temblor de mis brazos, y disparé.

Tras componer la típica posición de cazador, dio una sonora palmada que actuó como improvisado efecto sonoro. El humo que desprendía el cigarro por el cañón del arma imaginaria acentuaba la sensación de realismo.

-El retroceso del arma me tumbó en el suelo. Cuando mi padre me levantó, el oso no estaba. ¿Lo había matado? ¿Había huido? ¿Qué había sido de aquella terrible bestia?

Para desesperación de sus oyentes, el ruso se tomó un minuto completo en aplastar contra el cenicero la cabeza flamígera de su pitillo. Cuando juzgó que la tensión había alcanzado su punto álgido, continuó.

-Mi padre y yo avanzamos hasta donde habíamos visto al animal por última vez. En el suelo había un gran sombra despanzurrada. Lo que vimos al llegar jamás lo olvidaré.

Con un ágil movimiento, impropio de su estado, se hizo con una copa llena de hielos.

-El enorme oso estaba roto en pequeños trozos de hielo. ¡El muy tonto se había quedado congelado!. ¿Sí?

Sasha agitó frenéticamente la copa hasta que los cubitos crearon el sonido deseado.

- ¡Por eso no se movía!. ¿Sí?

Los tres hombres soltaron grandes carcajadas. A pesar de lo obvio, a ninguno de los dos compañeros de Sasha se le ocurrió pensar que exageraba. En un parpadeo, Sasha pasó de la risa a una especie de lastimoso llanto.

-El invierno era muy duro. Muy duro. El invierno se llevó a mi Irina. ¿Habéis visto a mi Irina? ¿Os enseñé ya a mi Irina?

Ángel había visto a Irina no menos de tres veces desde que hacía un mes conociera a Sasha, pero aún así contestó que no. La negativa del tabernero fue sincera. Sasha se levantó torpemente de su silla y deambuló hasta el perchero, donde se dedicó a la tarea de rebuscar en los bolsillos de su chaqueta. Ángel contempló a Sasha y concluyó que el ruso era un hombre lleno de contradicciones: capaz de reír y de llorar en un mismo minuto. Capaz de vestir una camiseta que rezaba “Fuck Amerika” y una gorra de los New York Yankees.

Mientras esperaba el regreso de Sasha, que se antojaba tardío, Ángel repasó una vez más el bar con la mirada. Ocupaban ahora una de las veintiuna mesas que se hallaban dispuestas sobre el suelo de madera. Cada mueble, incluida la barra, estaba hecho del mismo material que el suelo. Las paredes de piedra terminaban de darle a la estancia una apariencia de rústica solemnidad. Sobre ellas se había colocado multitud de objetos: útiles de labranza de la zona, viejos aparejos para esquiar, prendas de vestir autóctonas, mapas de carreteras de la región debidamente enmarcados, fotografías en color sepia de épocas casi olvidadas, bufandas de distintos equipos de fútbol... Nada de aquello consiguió captar la atención de Ángel, que desvió su mirada al enorme ventanal que actuaba de escaparate. A través de él, la nieve no dejaba de caer. Un mundo blanco había conquistado la realidad que Ángel conocía y la había limitado a las cuatro paredes de aquel bar de carretera.

Había llegado con Sasha hacía ya tres días. Habían salido de casa antes de lo previsto, intentando cruzar el temporal para conseguir llevar la carga a tiempo. Sin embargo, el clima había empeorado antes de lo previsto y los camiones no habían podido seguir avanzando. Fuera, las dos moles mecánicas dormitaban bajo la manta de nieve que los cubría. En su interior su valiosa carga de exóticas plantas ornamentales se echaba a perder. Deberían haber adornado una boda de postín, pero ahora se habrían visto obligados a celebrarla con helechos o con esas horribles parodias de plástico carentes de vida. Ángel lamentó que las flores se pudrieran, lamentó imaginar la cara de decepción de su padre y lamentó no haber sido capaz de detener su vehículo antes de que se llevara por delante el jardín de rosas marchitas de la entrada. Pero lo que más lamentaba, sin duda, era no saber cuando iban a poder salir por fin de allí.

Su mirada se desvió por instinto a la pantalla del televisor que colgaba del techo. El inerte aparato sólo le devolvió el reflejo grisáceo de la estancia. Apenas nada más llegar se había cortado el suministro eléctrico. Como en su momento bien había apuntado Sasha, eran afortunados de que la especialidad de la casa fuera carne asada en cocina de leña tradicional. En una esquina una máquina tragaperras compartía las horas muertas con el busto de un enorme alce, que con mirada de desconfianza, parecía advertir al que se acercara por allí del peligro latente de la ludopatía.

Rafa, que compartía mesa con Ángel, tuvo menos paciencia que el joven y se levantó para colocarse, en un sabio acto premonitorio, tras la barra. Su experiencia le decía que Sasha no tardaría mucho en acercarse para pedir una nueva dosis de evasión líquida. Mientras el ruso luchaba con toda la destreza de la que era capaz contra su prenda, Rafa mató el tiempo abrillantando la barra con un trapo. Como todos los que trabajaban en su mismo gremio, repetía esa misma cariñosa caricia cientos de veces al día.

Su brazo estaba tan acostumbrado a realizar esa acción que la llevaba a cabo como un mecanismo automático, controlando de manera precisa la presión, el diámetro y la duración de cada una de las pasadas. Eso permitía a Rafa dedicar todo su cerebro a pensar. Ahora recordaba las palabras de su mujer, que le había aconsejado cerrar ante el temporal y haber ido con ella y sus hijos a pasar la Semana Santa en la ciudad. En su momento le había parecido una estupidez desaprovechar las supuestas hordas de turistas deseosos de una última aventura invernal, pero ahora aceptaba sin rubor la sabiduría en las palabras de su esposa.

Por fin Sasha logró arrebatarle a su cazadora un pequeño trozo de papel que corrió a enseñar al camarero. La fotografía mostraba a una mujer rubia, de ojos azules y piel pálida, que sonreía con pudor a la cámara. A Rafa le costaba creer que una mujer como aquella hubiera tomado la estrambótica decisión de compartir su vida con alguien como el ruso. La risueña expresión de su propia esposa le vino a la mente. Las arrugas aparecían cada vez más marcadas en su rostro y sus mofletes crecían al mismo ritmo. La comparación era odiosa. Tal vez más guiado por la envidia y la desconfianza, que por la curiosidad, dio la vuelta a la fotografía para comprobar que no se trataba de un recorte de revista. En el reverso había una frase en cirílico escrita con un lapicero. Antes de que Rafa pudiera preguntar, el ruso se le anticipó.

Es una frase de Tolstoi, dice... –miró al techo en busca de inspiración- el secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace.

Rafa tardó unos segundos en comprender el juego de palabras. Cuando tuvo claro su significado, preguntó aturdido.

-¿Lo escribió ella?

-Sí, Irina era licenciada en bellas artes por la universidad de Mockba. Antes de conocerla, el único libro que tenía en mi casa lo usaba para calzar la pata de un mueble. Ella me enseñó a escribir y a leer. Daba clase en un instituto de Omsk. De literatura. -El recuerdo despojaba la expresión de Sasha de cualquier reducto de alegría.- Un día al regresar del trabajo su coche se salió del camino. La nieve lo tapó enseguida. Cuando la encontré parecía dormida. Intenté despertarla, pero el invierno ya se la había llevado.

El tabernero no sabía que decir. El drama de aquel hombre le había conmovido, y el indescriptible dolor que ahora padecía en su pecho le hizo sentirse más cercano que nunca a aquel extranjero. Con toda la solemnidad que fue capaz de representar, le devolvió a Sasha la imagen de su felicidad perdida. El cándido beso que estampó en aquel papel envejecido desbordó las frágiles presas de los ojos del camionero, que vertieron unas gordas lágrimas que fueron a parar desde sus mejillas a la barra. Tras guardar unos segundos de luto por las lamentaciones líquidas de su cliente, Rafa pasó sobre ellas su inseparable trapo, fundiendo para toda la eternidad esas dosis orgánicas de tristeza con miles de carcajadas etílicas que durante años había borrado de la misma manera de su apreciada barra. Cumplido su deber laboral, una llama de humanidad se encendió en el corazón del orondo restaurador, que tuvo la necesidad de animar a sus compañeros de encierro de la única forma que conocía.

Oye chaval –se dirigió al muchacho, que parecía meditar profundamente, para no ofender con su proposición al ruso- ¿qué tal si caliento un poco de agua en la leña y preparo un buen café?. Leche no hay, pero le echamos un poco de azúcar y verás que bueno.

Por mí vale. – La escueta respuesta de Ángel permitía adivinar que, aunque odiaba el amargo sabor del café solo, no se encontraba con el ánimo suficiente como para llevarle la contraria a su anfitrión. Luego se percató de que Sasha no había respondido a la pregunta que le había hecho minutos atrás.

-Oye Sasha. Muy guapa la historia del oso pero no me has dicho por qué demonios no para de nevar si ya estamos en Abril.

El ruso se encogió de hombros.

-Yo no lo sé, Ángel. ¿Quién puede conocer los pensamientos del viejo invierno?

Ángel esperaba una respuesta más satisfactoria, pero estaba claro que debía conformarse con la que tenía. De debajo del mostrador, cuyo contenido era siempre un misterio, Rafa sacó una vieja cafetera. El agua canturreó con alegría al chocar con el metal del recipiente, que minutos más tarde, seguía el mismo ritmo practicando un extraño taconeo sobre el brasero. La cafetera no tardó en acelerar su baile, que dio por finalizado emitiendo un agudo silbido acompañado por una densa nube de vapor. Rafa se acercó a las llamas, abrió con precaución la boca de la cazuela y comenzó a echar al agua hirviendo cucharadas soperas de café molido. Tanto Ángel como Sasha contemplaban absortos la operación, tratando de matar el tiempo admirando la única señal de actividad que se les ofrecía. Cuando el tabernero cumplió con su cometido, se sentó junto a sus compañeros.

Tras unos minutos, las nubes de vapor transportaron por todo el bar un olor que despertó una sinfonía de recuerdos en la mente de Ángel. El joven cerró los ojos, y con una sonrisa en los labios, rememoró con satisfacción el tacto de una cama hecha con sábanas recién lavadas, una larga ducha bajo el agua caliente y un plato humeante servido en la mesa. Lentamente iba quedando atrapado en aquella melodía de dulces sensaciones, cuando de pronto, el estruendo de una puerta que se abría, le rescató de su placentera tortura.

Cuando Ángel abrió los ojos, encontró ante sí a los cuatro individuos más extraños que había visto en su vida. La ventisca, que desapareció por la puerta cerrándola con la misma violencia con la que la había abierto, parecía haber depositado con alivio al curioso cuarteto en el interior de la taberna, para luego huir a toda prisa de sus responsabilidades. Cuando Ángel salió de su estupor inicial, pudo estudiar con detalle a cada personaje que formaba aquel extravagante grupo.

El primero era un joven de la misma edad que el camionero. Debía medir dos metros y su altura era acentuada por una delgadez provocada, sin duda, por la frenética actividad de la adolescencia. Vestía un equipo completo de esquí, con unas grandes botas rojas, un pantalón anaranjado tres tallas mayor que lo necesario y una cazadora amarilla. Completaba su colorista indumentaria un vistoso gorro de lana, que acaparaba todos los colores del arco iris. Cuando se despojó de su tocado, reveló unas largas greñas rubias como rayos de sol. Sus ojos eran del mismo azul que el mar calmado, su piel dorada como la arena y su bondadosa sonrisa estaba adornada por unos dientes blancos como la espuma que arrastra las olas.

A su lado, una mujer se mordía las uñas aprovechando que sus guantes de lana negra carecían de revestimiento en la zona de los dedos. Era mucho más baja que su rubicundo acompañante, y su edad no debía pasar de los treinta. Su aspecto le recordó a Ángel al de una estrella del rock. Unos descuidados mechones de pelo oscuro caían sobre su frente, ocultando casi del todo unos profundos ojos negros. Una lágrima de tinta cruzaba su mejilla izquierda hasta alcanzar sus labios morados. La raída chaqueta de cuero combinaba a la perfección con las enormes botas militares que calzaba, así como con los viejos leotardos que se adivinaban bajo una fina falda hecha de hojas muertas. Mirarla era como observar el amor de una sombra olvidada.

La terrible expresión del anciano resultaba conmovedoramente épica. A pesar de que apenas podía sostenerse en pie y que respiraba con gran dificultad, cada vez que conseguía expulsar el aire de su interior, una fría ráfaga de hielo congelaba el ambiente. Su larga barba blanca y su melena pasaban desapercibidas ante la heladora mirada de sus ojos azules. El viejo era de la misma altura que el más joven de los cuatro, pero debía pesar tres veces más. El abrigo gris de pescador con el que se cubría exageraba aún más su tamaño. Cuando tosió, llevándose la mano a su poderoso pecho, un trueno ensordecedor retumbó entre las débiles paredes.

Sin embargo, y a pesar del grotesco aspecto de sus tres acompañantes, era la última figura la que más llamaba la atención. El anciano reposaba su enorme cuerpo sobre el delicado cuerpo de una bella mujer, que le sostenía aparentemente sin esfuerzo. La joven vestía un fino vestido estampado de flores y caminaba descalza. Sus brazos eran finos y delgados, al igual que sus largas piernas. Su cabello rojo se enredaba en una tiara de flores prendidas en su pelo. La mujer sonreía con dulzura al tiempo que estudiaba el lugar con una intensa mirada verde. A pesar de la distancia, Ángel captó su perfume. Olía a la sensación de andar descalzo sobre la hierba recién cortada.

Ambos grupos permanecieron mirándose en silencio no menos de un milenio, hasta que por fin, la bella pelirroja pronunció la obviedad más adecuada a la situación.

-Buenos días.

Rafa asumió su papel de anfitrión y respondió con la misma fórmula.

-Buenos días.

Como si el saludo fuera una señal convenida con anterioridad, el anciano dejo caer su peso en una silla, el joven se apoyó contra una pared y la sombra corrió a sentarse en la barra, ante la mirada de terror del tabernero, que contempló como las posaderas de la mujer mancillaban su preciado mueble. Llevándole la contraria al frenesí de sus compañeros, la joven pelirroja tiró con tranquilidad de una silla y se sentó en ella juntando pudorosamente sus rodillas, para proceder más tarde a estirar su breve vestido plisado, tratando de ocultar la mayor porción posible de sus piernas desnudas. El anciano aclaró su garganta antes de hablar.

-¿Es café eso que huelo?

Rafa se giró hacia la humeante cafetera para cerciorarse de algo que sabía con seguridad.

-Sí, pero no sé si habrá suficiente. Sólo había preparado para nosotros tres.

El anciano respondió con una sorprendente amabilidad.

-No se preocupe, tabernero. No hace tiempo como para esperar visitas.

Sasha, que hasta entonces había permanecido indiferente a los últimos acontecimientos, miró al viejo.

-Puede usted tomarse mi café si quiere. Yo prefiero seguir borracho.

Y dicho esto, y sin esperar ningún signo de agradecimiento, volvió a girarse hacia la barra para quedar de nuevo absorto en la adorada fotografía de su difunta esposa. Por pura cortesía, Rafa preguntó a los otros tres visitantes.

-No puedo ofrecerles gran cosa, pero si les apetece tomar algo...

La chica de la sonrisa rechazó el ofrecimiento con un amable gesto, la otra mujer, sin embargo, levantó ansiosa su dedo.

-Yo quiero algo con sabor a lágrimas de un poeta desesperado tras ser abandonado por su musa.

Aquella petición no sorprendió en absoluto a Rafa, que se temía lo peor de la extravagante fémina desde que se sentó en la barra.

-¿Y no te conformarías con una Coca Cola? –respondió ofendido.

La joven pelirroja, sin perder la sonrisa, se puso de lado del tabernero.

-Por favor, guarda las formas hermana.

La sombra aceptó de mal gusto la regañina de la que parecía ser su hermana menor. Pensó por un instante y efectuó una petición más realista.

-¿Me da algo donde escribir? Se me acaba de ocurrir un poema sobre el rencor.

Rafa señaló un servilletero que reposaba sobre la barra. La siniestra mujer arrancó una buena cantidad de servilletas, sacó un rotulador de un bolsillo de su chaqueta y se puso a escribir. La atención del camarero se centró ahora en el más joven, que observaba la escena con una brillante sonrisa.

-Y a ti chaval, ¿te pongo algo?

-Nada, nada. –La alegría con la que declinó la oferta resultaba halagadora.- Oiga, ¿no habrá por aquí algún sitio donde alquilar una tabla de snow.?

Fue ahora el anciano el que se encargó de dar un toque de atención.

-Ahora no es momento para divertirse, hijo.

El surfista vocacional no perdió la sonrisa, y agitó sus manos al unísono.

-Bueno hombre. Ya que estábamos aquí...

Cuando por fin el café estuvo en su punto, Rafa lo sirvió en dos tazas, dejando vacía la tercera que iba destinada a él mismo. Se le hacía tan raro beber mientras sus clientes le miraban inactivos, que prefirió no provocar ese cambio de papeles. Entregó una humeante taza al anciano, el cual la levantó por tres veces ante cada uno de sus anfitriones, agradeciendo de esta manera el cálido regalo. Ángel cogió la segunda, sintiendo la leve quemadura que producía en las llamas de sus dedos. A pesar de la anterior negativa de la dama del pelo de fuego, repitió el galante ofrecimiento.

-Si te apetece café puedes beberte el mío. Debes tener frío vestida así.

La sombra lanzó desde su baluarte una maligna carcajada, que provocó el rubor del joven.

-Eres un ángel –dijo con cariño la dulce joven- pero sólo estaremos aquí un momento. Mi padre debe recordar una frase, y pensamos que si reposaba le sería más fácil traerla a su memoria.

-¿Una frase? –preguntó el camionero extrañado.

-La frase, tío. –le respondió el risueño esquiador.

-¿Son ustedes actores? -aventuró Ángel.

-¿No lo es todo el mundo? –reflexionó con tristeza la oscura poeta.

-Lo decía por el vestuario, el poema, la frase... ¿Es de alguna obra conocida? Tal vez alguno de nosotros la sepa. –Por algún motivo Ángel deseaba ayudar a esa gente.

-Lo importante no es conocer la frase, sino que nuestro padre la recuerde. –Un fulgor de vida apareció en los verdes ojos de la mujer.

-¿Quieres decir que tú conoces la frase? –La única respuesta que obtuvo Ángel fue una enigmática sonrisa. Su hermano vio necesaria una aclaración.

-Mi hermanita lo sabe todo. Es la mar de lista.

-Pero hay algo que mi hermana pequeña no sabe... –sentada en la barra, la sombra tomó aire para soltar la noticia.- Estoy embarazada.

Sasha dejó escapar una triste carcajada y Rafa esperó la reacción del padre, que fue el primero en hablar.

-¿Embarazada?

-Sí.

-¿En serio?

-Ajá.

-Pues eso es buena señal ¿no?. –dijo con una alegría superior a la habitual su hermano pequeño- Vamos, yo no soy un entendido, pero eso es una buena señal ¿no?.

-Sin duda. –corroboró la pelirroja.

-Pues claro. –afirmó la sombra.

-Definitivamente es una buena señal. –apostilló el viejo, para luego beber de un trago el negro líquido de su taza. Al posarla en la barra, reparó en la imagen a la que Sasha rendía pleitesía.

-¿Puedo verla? –Sasha reflexionó un momento para darse cuenta de que no había motivos para negarse. La imagen pareció perderse entre los gigantescos dedos del anciano, que recordaron al ruso las viejas ramas de un árbol muerto. El anciano admiró la belleza de Irina y luego centró su fría mirada en los tristes ojos de borracho que tenía ante sí. El anciano tomó aire y comenzó a hablar en una legua extranjera. Ángel reconoció en las palabras del gigante los mismos fonemas que en las canciones que tarareaba Sasha. Cuando después de una eternidad terminó su discurso, Sasha le miró con infinito agradecimiento. Las lágrimas que aparecieron de nuevo en los ojos del siberiano fueran respondidas por unas amables palmadas en la espalda. El gigante blanco se apartó de él y sonrió por primera vez desde que había entrado.

-Hijos, creo que ya recuerdo la frase.

La noticia fue recibida por una alegre algarabía. Pronto los cuatro se prepararon para partir de nuevo al exterior, donde la tormenta parecía ahora remitir. El padre se llevó la mano al bolsillo y preguntó al tabernero.

-¿Cuánto le debo, tabernero?

-Nada, nada, por favor. -rechazó Rafa con sincera generosidad. Con aquel temporal un café no era un producto comercial, sino una muestra de obligada humanidad. Los cuatro extraños abrieron la puerta, y fueron recogidos por la ventisca que les había llevado minutos atrás hasta la puerta de aquel refugio de carretera, hasta que pronto sus siluetas se perdieron entre la nieve.


Caminaron hasta perder de vista el humo que expulsaba la chimenea del bar. Aquel cementerio de árboles muertos parecía el lugar idóneo para llevar a cabo el ritual. Ninguno de ellos recordaba cuántas veces se había repetido desde que lo hicieran por primera vez. El padre contempló con orgullo a sus hijos y su voz se hizo oír por encima del rugido de la tormenta.

-Siento haberos hecho esperar tanto este año, sobre todo a ti hija.

A pesar del frío, la joven pelirroja mantenía su sonrisa. Asombrosamente, ni un solo copo de nieve se atrevía a rozarla.

-El lugar donde trabajamos se corrompe aún más cada año, pero es nuestro hogar y debemos cumplir con nuestra responsabilidad. A pesar de todo.

El anciano sonrió con tristeza.

-Acercaos hijos.

Los tres obedecieron el mandato de su progenitor. Sus grandes manos revolvieron con cariño el pelo azabache de su hija mayor.

-Se buena madre.

-Lo seré, padre.

Luego se fundió en un varonil abrazo con su único hijo.

-Te deseo suerte. No somos muy parecidos, pero me siento orgulloso de que tu trabajo consiga hacer olvidar el mío.

-Venga papá –respondió el rubio sin ocultar, a pesar de la despedida, su habitual alegría.

Por último se colocó ante a su hija menor.

-Hija, tu eres a la que cedo el testigo de mi obra. Tendrás que trabajar duro para limpiar todo este desastre.

-Quedará precioso, padre.

El anciano apartó con ternura los cabellos caoba que cubrían los oídos de la mujer y la susurró una sola frase. Abatido, cayó al suelo, donde quedó inmóvil como la tumba de un rey medieval labrada en hielo. Su hija menor besó dulcemente la frente de su padre muerto, y al instante su cuerpo se derritió formando un río de agua pura que se filtró en el suelo. Cuando el último copo de nieve del invierno se reunió con sus hermanos caídos, surgió de las entrañas de la tierra un torrente de vida. En una explosión de color, los primeros brotes de hierba se comenzaron a abrir camino entre la nieve, y las negras ramas de los árboles se agitaron despertando de su letargo. Primavera se incorporó majestuosa ante sus hermanos. Las flores de su vestido estampado habían cobrado vida, y toda ella resplandecía de una luz que la dotaba de una increíble fuerza.

-Tengo mucho trabajo por hacer, pero se me haría más liviano en vuestra compañía, hermanos.

Ambos asintieron, y los tres juntos se alejaron hacia el horizonte. El sol brillaba en el cielo azul, y cada paso de Primavera dejaba una huella de flores en el camino.


Ángel no lo podía creer. De la silla de madera en la que se había sentado la mujer más guapa, había surgido el verde brote de una hoja. Al principio pensó que la chica lo había dejado allí plantado usando algún tipo de pegamento, pero cuando lo tocó pudo comprobar que permanecía unido al mueble por una incipiente rama. Cuando el milagro dejó de captar su atención, se percató de que fuera lucía el sol, y de que bajo las ruedas de su camión intentaba abrirse paso el rosal aplastado. Ángel corrió hacia las moles de acero y abrió con nerviosismo la puerta de la carga. Un perfumado olor le golpeó en la cara. El interior de los camiones era un mundo plagado de vida en miles de colores.


Sasha contempló la foto de Irina y recordó las palabras del viejo Invierno:

“Irina duerme feliz un sueño eterno. Su viaje fue tranquilo, y sólo tuve que rozar sus cabellos para arrebatarla su último recuerdo. En el final, ella pensó en ti, y no se sentiría orgullosa de ver como honras su memoria.”

Rafa observó a trasluz los últimos vestigios de alcohol que quedaban en la botella.

-¿Vas a terminar esto?

Sasha miró con asco el líquido que se movía seductoramente en el interior del recipiente. El ruso negó sin esfuerzo.

-Nyet. Ahora tengo que despejarme. Pronto podremos salir a la carretera.

Sasha centró su atención en la vieja cafetera.

-Pero puedes ponerme una taza de ese café solo.

El negro líquido cayó por la garganta de Sasha despertándolo de una amarga pesadilla. Reflejado en los últimos restos de café, el ruso pudo ver su rostro, y ya no sintió lástima por el hombre que estaba ante sus ojos.

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