Hope Arts: Relatos y Guiones

Historias, fábulas y narraciones de creación propia.

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Lugar: Cantabria, Spain

domingo, octubre 16, 2005

Tu Cara Me Suena: Asesinato en Cuatro Actos

-Normalmente hay unos 600 o 700 habitantes en el pueblo. En verano viene alguno más, pero los veranos son duros aquí, y la gente joven prefiere pasar las vacaciones en la playa o la montaña. El sol pega duro aquí, en el desierto. Uno no puede saber cuánto puede llegar a calentar ese viejo bastardo si no ha pasado...

-¿Hay algún baño por aquí?

El anciano demostró su contrariedad ante la interrupción del forastero escupiendo sobre la arena. No le hizo falta volver a contemplar al extraño: gafas de sol, zapatos italianos, la camisa blanca arremangada con islas de sudor en las axilas, la chaqueta bajo el brazo, el sudor cayendo pesadamente por la frente... Todos eran iguales.

-En el Audrey’s. Junto a la gasolinera. –El anciano acompañó sus palabras con un gesto de cabeza que señalaba el fondo de la calle.

El forastero partió sin agradecer la indicación. En el suelo el esputo se evaporó antes de mezclarse con la arena.

*

-¿Qué va a tomar?

El extraño pareció dudar un momento al contemplar la cara de la mujer.

-Solo... solo quiero ir al baño.

Audrey aplacó como pudo su tensión llevando todo su coraje a la garganta.

-Para usar el baño es necesaria una consumición.

El forastero farfulló, a la vez que sacaba un billete de su pantalón y lo posaba sobre la barra.

-Póngame un té helado. ¿Y ahora puede decirme donde está el baño?

Audrey ocultó sus manos bajo la barra para que el desconocido no se percatara del visible temblor que las recorría.

-Al fondo a la derecha.

Un segundo después de que el hombre desapareciera Audrey corrió hacia la cocina. Dentro, Paul ordenaba el pedido de la semana.

-¡Paul! ¡Paul! ¡Es ÉL!

*

El extraño se frotaba con furia la bragueta. El fuerte chorro del lavabo le había salpicado los pantalones creando una humillante ficción. Sentándose en el taburete, dio un placentero trago a la bebida helada. Audrey trató de tranquilizarse para dotar su sonrisa de cierta naturalidad.

-¿Es de la ciudad? –pregunta.

-Lo soy –El forastero demostró su falta de ganas de cháchara hundiendo su cara en la bebida. Audrey insistió.

-¿Y qué le trae por el pueblo?

-Negocios.

Audrey aclaró su garganta antes de formular su siguiente pregunta.

-¿A qué se dedica?

-Vendo... –Los ojos del hombre clavaron en los de la camarera.

-Vendo libros.

-Yo adoro leer. –La cara de Audrey tembló involuntariamente. Era inevitable.

De un salto el hombre se apartó de la barra, apuntando a Audrey con un dedo acusador.

-Tu cara. Tu cara me suena.

La culata de la escopeta golpeó con fuerza la cabeza del hombre, que cayó pesadamente al suelo. Paul cedió el arma a su esposa.

-Hay que sacarlo de aquí.

*

-Sujétale por las piernas.

-¿Qué? –Desde el disparo era incapaz de oír con claridad, y Paul se mostraba tan impasible que no comunicaba nada mediante sus gestos.

-Por las piernas. Con fuerza.

Audrey agarró al hombre por los muslos, asegurándose de que la tela de los pantalones no se deslizaba entre sus dedos.

-¿Lo tienes? –Preguntó Paul. Su camisa estaba sucia de sangre y tierra. Audrey afirmó con la cabeza.

-Pues a la de tres. Uno, dos y tres... –Balancearon el cuerpo hasta que obtuvo la suficiente fuerza como para alcanzar el hueco de la fosa. Al soltarlo cayó pesadamente en el nicho de arena.

En menos de cinco minutos, Paul cubrió el cadáver. La tierra removida flotaba a su alrededor. El sol se ponía en el horizonte. Ella miró al hombre, que sujetaba sudoroso la pala.

-¿Paul?

-Dime, Audrey.

-Te quiero.

Paul la miró con una sonrisa forzada.

-Volvamos a casa.


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domingo, octubre 09, 2005

Sobre una Escoba

La valla se alzaba sobre la acera como las murallas de una fortaleza, un castillo enemigo adornado con hiedra y amenazadoras lanzas de metal negro. Era tan alta que tenía que estirar el cuello para ver el final.

-Sólo hay que saltar la valla –Dijo el niño gordo.

-Sí, no seas mariquita. –Apoyó el estirado.

El gordo no esperó a demostrar su sabiduría corrigiendo a su amigo. –Una niña no puede ser mariquita idiota.

El dúo de académicos comenzó una discusión lingüística que, para ella, carecía de interés. Se aferró con fuerzas a la piedra e inició el ascenso. Una vez llegó a los barrotes, su escalada se hizo más sencilla. Para cuando los adalides del idioma hubieron decidido que el término más adecuado para calificarla era el de “cobarde”, ya estaba al otro lado de la valla.

Lejos de felicitarla, el gordo repitió su advertencia. –O lo recuperas o me lo pagas. 50 pavos que vale.

Ana caminó por el jardín. Los árboles empezaban a pagar su tributo al otoño, acumulando en la tierra que cubría sus pies cientos de billetes mortecinos. Las ramas perdían su pelaje para dejar a la vista sus huesos desnudos de estatuas cadáver.

El balón flotaba en el centro de la piscina, encallado en un mar Sargazos compuesto de hojas muertas. Pensó en rescatarlo bombardeando con pedradas su prisión orgánica, pero supuso que aquello molestaría a la bruja.

Según el gordo y el larguirucho, la bruja medía 3 metros, tenía ojos eléctricos y su pelo estaba hecho de serpientes muertas. La bruja arrancaba las almas a los niños y las guardaba en un pote de propinas. Sólo comía murciélagos muertos, y por las noches volaba por el cielo del barrio montada en una escoba.

Un frío susurro estremeció la breve espalda de Ana cuando se dio cuenta de que era incapaz de alcanzar la pelota por sí misma. Pensó en volver a casa y contárselo a sus padres, pero a mamá no le gustaría tener que pagar 50 pavos por la pelota, y papá no salía mucho de casa. Papá odiaba hablar con extraños.

Ana reflexionó sobre su situación. La visión de su hucha rota la hizo tomar una decisión. Se arriesgaría con la bruja.

Se plantó con firmeza ante la puerta enrejada y pulsó el botón. El vetusto timbre respondió a su petición con un chispazo azulado acompañado por un zumbido. Antes de que el humo se hubiera disipado, la puerta se abrió con un chasquido. De no haber sentido el dolor eléctrico en su pequeño dedo, Ana no habría dudado en pensar que aquello había sido obra de la magia negra de la bruja.

Caminó por el recibidor. Los muebles parecían viejos fantasmas bajo sus sábanas blanquecinas. El polvo retenía la luz de las ventanas, que tras superar la barrea de suciedad, era filtrada por la tenue presencia de unas marchitas cortinas. Cuadros de gente muerta la observaban desde la pared. En una esquina, un reloj anunció la hora con un inaudible campaneo. Eran las nueve de la mañana.

Contempló la escalera desde la desierta planta baja. Su intento de gritar un saludo murió en su garganta, asfixiado por el creciente terror. Asiéndose a la balaustrada, inició una lenta ascensión por los quejumbrosos peldaños de la escalera. Cada paso la permitía ver cada vez un poco más del lúgubre piso superior. Tal vez la bruja solo estuviera despierta de noche.

Al llegar al último escalón, un pitido paralizó a Ana. La continua serie de bips, proveniente del fondo de la planta, murió súbitamente siendo sustituida al momento por una cálida melodía. Una voz femenina cantaba acompañando los acordes electrónicos. “¿Quiénes son ellos? ¿Dónde están ellos? ¿Cómo pueden saber todo esto ellos?” Una persiana se abrió, dejando paso a la luz. Oculta tras la voz de la ninfa, otra menos afortunada acompañaba la canción, alternando su propio canto con melódicos silbidos.

Ana recorrió el pasillo, atraída por la música, hasta llegar a la última habitación. La cama estaba aún revuelta, y un cd daba vueltas en un moderno reproductor. Sobre una improvisada mesa, una bandeja cubría los restos de una cena. Ana esperó ver las alas de un difunto murciélago, pero sólo era un trozo frío de pizza. El instrumental de la ventana pronto llamó su atención. Cámaras de fotos y vídeo, sujetadas en altos trípodes, lucían grandes teleobjetivos que apuntaban directamente al otro lado de la calle. Directamente a su casa.

Sobre la cama, en una corchera, había fotos de gente que conocía. Amigos de papá y mamá. Fotos de todos ellos en blanco y negro. Hablando, sonriendo, portando regalos para papá. Incluso una foto de ella misma disfrazada para el cumpleaños del niño gordo, tres días atrás.

Ana tardó en percatarse de la presencia de la bruja. Se giró atenazada por el pánico, hasta contemplar la figura que permanecía en pie a su espalda.

La bruja era más joven que mamá. No debía pasar de los 28 años. Era alta y muy delgada. Su pelo corto caía sobre su frente, tratando de ocultar con alas de cuervo unos enormes ojos azules. La bruja vestía tan solo ropa interior y apuntaba a Ana con una pistola enorme. La bruja relajó sus músculos y la pistola descendió.

-Caray niña. Por poco me matas del susto.

Ana no respondió. No esperaba que la bruja fuera tan... La chica era como una de esas hermosas estrellas de la tele a las que le gustaría parecerse de mayor. Se sentó en la cama, depositando la pistola sobre las sábanas, y tras revolver su pelo azabache replegó sus piernas como si fuera a hacer yoga y miró a la niña. La música murió en la minicadena.

-¿Qué se te ofrece, princesa?

Al no obtener respuesta por parte de Ana, compuso un retador gesto de simpatía.

-¿No hablas? Yo tampoco hablaba mucho a tu edad, pero un día empecé a hablar y no callé hasta que dije todo lo que tenía que decir.

Ana comenzaba a tranquilizarse. La bruja se parecía mucho a una hermana mayor, o incluso a una joven madre.

-Si adivino tu nombre... ¿hablarás?

La niña asintió con la cabeza. Dudaba de los poderes de bruja de aquella joven.

-Te llamas... –hizo un teatral gesto llevándose sus dedos a la cabeza mientras cerraba los ojos concentrándose- Amapola...no. Andrea... no. Ana. Eso es. Te llamas Ana.

La niña no se lo podía creer. –¡Eres una bruja!.

-Eso dice mi último novio. Pero en todo caso una bruja buena.

-¿Y llevas pistola? Creí que llevabais varita.

-Hay que modernizarse. La varita no impresiona mucho.

Ana rió por un segundo, hasta que su mirada se posó de nuevo en las fotografías de la pared.

-¿Le estás robando el alma a mi papá?

La bruja rió. Su carcajada era sincera y, en contra de lo que esperaba Ana, no la paralizó de horror. Definitivamente era una bruja enrollada.

-¿Lo dices por las fotos? No, cariño. Solo vigilo para que no le pase nada malo. Soy una bruja buena, ¿recuerdas?

Ana asintió sonriente.

-Mi pelota se ha caído a tu piscina.

-¡No fastidies!

La joven bruja saltó de la cama y miró a la piscina a través de la ventana.

-Pues vamos a por ella, pero tienes que prometerme algo.

Ana la escuchó con atención.

-Tienes que prometerme que no le dirás a nadie que existo ¿vale?. Si alguien se entera, vendrán a por mí por la noche y desapareceré. Y nunca, nunca, nunca podré volver a ayudar a nadie. ¿Trato hecho?

-Hecho –Respondió Ana con convencimiento.

La bruja sonrió, y dándola la mano, descendió junto a ella las escaleras y salieron fuera, hasta llegar al borde de la piscina. Tras estudiar la situación, la bruja morena soltó a Ana y la dijo con una enorme sonrisa.

-Espérame aquí.

Ante el asombro de la niña, la joven se lanzó al agua, y con dos brazadas, llegó hasta el balón. Cogiéndolo en sus manos lo lanzó hacia la niña, que lo capturó sin dificultad.

-No lo cojas aún o te mojarás. –Gritó mientras emergía del agua. La breve vestimenta de la hechizera chorreaba de agua, y de su pelo pendían dos hojas muertas.

-Recuerda nuestra promesa ¿eh?

-Sí. ¡Gracias brujita!

-De nada cielo. Voy adentro antes de coger una pulmonía.

Y corriendo, sin percatarse del timbre quemado, volvió a entrar en la casa. Ana avanzó por el jardín hasta llegar a la puerta de la valla, que se abrió con un zumbido electrónico. Tras devolver el balón al gordo siguió hasta su casa. Adentro, mamá limpiaba las tazas del desayuno mientras papá contaba fajos de billetes. La pistola, como siempre, reposaba cerca de él, sobre la mesa.

- Mamá. Papá.

Ambos cesaron en sus tareas, contemplando a su hija. Ana tomó aliento, segura de lo que tenía que decir.

-Los federales nos vigilan.
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domingo, octubre 02, 2005

Adiós Amigo

La cuerda se hundió un centímetro más en sus guantes, lacerando la carne con su rugoso tacto. La nieve se amontonaba en el cristal de sus gafas, dando a su visión una aterradora mezcla balquinegra. El viento amenazaba con cada golpe con arrancarle de la roca.

Afianzó como pudo sus botas en el saliente y miró al vacío. Treinta metros abajo, la silueta se balanceaba como un péndulo que marcaba los segundos de una macabra cuenta atrás. El piolet avisó con un crujido que su invasión de la roca granítica sería pronto rechazada. El brazo envuelto en cuerda lo imitó, obligando a sus músculos a lanzar un quebradizo ultimátum. El cordón umbilical anudado a su mano ataba a la vida a su compañero.

Gritó de dolor y de rabia. Sus palabras fueron arrastradas por la ventisca hacia lo más profundo de la noche. Uno de sus pies abandonó por un momento la cornisa, pisando la traicionera superficie de un abismo. Se juntó a la roca, deseando que esta lo acogiera en su regazo como una madre protectora. El brazo se le iba a separar del cuerpo. No aguantaría mucho más.

La sombra llamó su atención desde el vacío. Desde la altura pudo distinguir el brillo metálico de una navaja. El corte alivió inmediatamente la tensión de la cuerda. Su compañero se perdió silenciosamente en las tinieblas, cayendo lentamente hacia el suelo rocoso. La imagen le pareció tal irreal como despertar en un sueño.

Lloró de rabia y de impotencia. Se maldijo a sí mismo. Maldijo a Dios, a la naturaleza y a la montaña. Pasó largo tiempo lamentándose contra la roca hasta que lo comprendió. Tenía una oportunidad. Se lo debía.

La cima aún estaba lejos.
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domingo, septiembre 25, 2005

II - En TU Honor

El ejército fue barrido al alba como una playa por la marea. Las defensas costeras cayeron con la primera luz del amanecer, y antes de que mediara el día, capituló la guardia de la muralla. La élite real plantó frente hasta el último momento, cuando el enemigo, desde la lejanía, asaeteó todo vestigio de resistencia. Ahora, que el cielo contradecía con sus tinieblas el brillo cegador de la ciudad ardiente, todo varón pendía de un madero cruciforme. Ante la sombra moribunda de la fortaleza, cientos de alfileres se hundían en la tierra atravesando cuerpos derrotados.

Aunque el quejumbroso lastimar de los reos agonizantes era aún perceptible, los gritos de la doncella se elevaban sobre ellos. El tercer soldado se debatía con patetismo animal entre las piernas de la joven, mientras un cuarto se despojaba de la coraza en espera de cobrarse, con su turno, el ansiado botín carnal.

La diosa, rodeada de su corte, veía aplacada su voluntad de tratar de evitar lo que ocurría en su presencia por la firme presa que, a su alrededor, habían creado sus sirvientas. Había apretado los puños de tal manera que las palmas de sus manos sangraban copiosamente. Quería gritar, pero su mandíbula aprisionaba las palabras con una fuerza incomprensible. Por alguna razón, era incapaz de llorar.

La criatura, apenas una niña, defendió su honor mancillado haciendo uso del único arma que tenía disponible. A pesar de la furia con que sus uñas arrancaron la carne, el acero con el que el legionario atravesó su frágil pecho resultó ser letal. Las protestas de sus compañeros duraron apenas el tiempo en el que la chiquilla expiró su último aliento. Pronto recordaron que había más donde elegir.

Ante la mirada hambrienta de la jauría de lobos, todas rodearon a su reina creando un apetecible escudo de belleza. Cada una de ellas pasaría por el tormento antes de consentir que fuera humillada. Una trompeta lejana anunció un inminente advenimiento. El signifer se cuadró, alzando orgulloso el estandarte dorado y púrpura, y los hombres olvidaron súbitamente su deseo para recoger del suelo el equipo. El general llegó al frente de una horda negra. Cediendo las riendas de su corcel a su criado, descendió para contemplar el cadáver adolescente. Sin alzar ni voz ni mirada, susurró a su lugarteniente.

-Que estos hombres sean castigados de inmediato.

La queja del comandante del grupo, nació temblorosa en su garganta.

-Pero general... ¿de qué se nos acusa? ¿Acaso se nos niega nuestro botín?

-Este no es el botín de una jauría de perros. Es el botín del senado y el pueblo de Roma.

Sin necesitar un gesto de su amo, las sombras negras que acompañaban al mando rodearon al cuarteto carmesí, que trató de librarse entre pataleos de comparecer en su propio calvario.

El general se deshizo de su casco y caminó ante el grupo de mujeres. Las contempló desapasionadamente, obviando su belleza palpitante bajo las leves túnicas de gasa blanca. Sin embargo, tan pronto su mirada se cruzó con la de ella, se detuvo.

Avanzó entre las criadas con seguridad y tomando su mano, la apartó del grupo.

-Llevad a estas mujeres ante la presencia del tribuno. El juzgará cual será su destino. Esta, me servirá como esclava.

Un torbellino negro envolvió el frágil círculo de protección de tela blanca, que plañía desconsoladamente la pérdida de su diosa. El estratega la tomó por el brazo y la empujó hacia la fortaleza.

-La Defensa de Ancher Gaal. La Ingobernable. Bastión de los Dos Mundos. Es mi deseo visitarla ahora.

Las dos figuras avanzaron silenciosamente hacia el enclave. Atravesaron las puertas de bronce y llegaron al recibidor. Los estandartes de la Noble Casa aún pendían de las paredes. Asiendo su mano con firmeza, la guió con premura a través de los pasadizos. Cruzaron corredores con suelo alfombrado y ascendieron por sinuosas escaleras. Al llegar a la alcoba, en lo alto de la torre, el soldado se desprendió de sus armas y de la coraza musculada que protegía su cuerpo. Ella recordó con dolor el último suspiro de la joven ultrajada.

-¿Tembláis de frío o de miedo, mi señora?

Avanzó hasta ella, plantando su faz sanguinolienta ante su hermoso rostro. La mujer cerró los ojos, esperando su inevitable tortura. Sin embargo, en su lugar, el tacto cálido de un manto reposó sobre sus hombros.

-Espero que la capa sirva de remedio para el frío. Serán mis palabras las que aplaquen vuestro temor, Gran Dama. Soy Iulius Marcelus Stivan, general de las legiones que han conquistado vuestro reino insular. Vos, sin duda, sois Dealena, Nacida de Estrellas, Dama de la Gran Casa. Y seréis tratada como tal.

Por primera vez, ella alzó su rostro orgullosa, adoptando su habitual pose regia que hasta el momento las humildes vestiduras habían logrado ocultar.

-He de ser entonces un valioso botín.

Él se asomó a la ventana, contemplando las cenizas que se alzaban desde los monumentos de la urbe.

-Lo sois, pero vuestra existencia quedará pronto olvidada. A mi lado no sufriréis ni daño ni perjuicio alguno, señora. Considerad sellada esta promesa con mi honor.

Envuelta en el manto purpurado, la diosa se colocó al lado del soldado. Abajo, en el suelo, los primeros carroñeros acudían a la llamada del cadáver reciente.

-Lamento la pérdida de vuestra sirvienta. Es una lástima que una vida tan joven termine con tanta brusquedad.

El dolor en su pecho se hizo aún más punzante.

-Era mi hija. Tenía quince años.

La miraron con lástima. Su silencio no necesitaba la compañía de palabras. A pesar de todo, la gran reina las abrió camino entre el dolor asfixiante de su garganta.

-Qué aciago es el destino. Ayer, ella respiraba la brisa que la ofrecía el mar. Hoy exhaló en su último suspiro las cenizas de su pueblo. Ayer, era princesa de una nación orgullosa. Hoy es la carne que devoran las alimañas. Iba a heredar el mundo...

-Bajaré para traérosla. Cuando amanezca, recibirá la despedida que sea de vuestro deseo.

Ella le retuvo con la mano.

-¿Por qué hacéis esto, señor? Vos sois mi enemigo.

-Hará un año, mi hogar en la frontera norte fue asaltado. Mi mujer fue violada. Mi hijo murió asfixiado por sus propias entrañas. ¿Qué guerra no ha dañado a ambos bandos?

El fuego de la destrucción bailaba grotescamente reflejado sobre ellos, burlándose sin pudor de su drama. Él hundió su cabeza sobre su propio pecho, tratando de ocultar el dolor que emitía su expresión.

-Ella no comprendió que dejar de ser víctima, no implica tener que convertirse en verdugo. Persiguió a los bárbaros durante días. El invierno la mató antes de que pudiera cobrarse su venganza.

Alzó de nuevo la vista, clavando sus ojos en los de la mujer. Por primera vez reconoció en ellos la mirada de un amigo.

-Si hago esto es porque os admiro. Las guerras matan al hombre, y ahí termina su camino. Las mujeres sois ultrajadas y debéis proseguir la lucha solas. Os admiro a vos, señora. A vos y todas las de vuestro género.

Antes de dejarla sola en la estancia, arrancó la cortina que cubriría el cuerpo de la heredera. Tras presenciar desde lo alto de la torre como el sol completaba su huída diaria, pudo ver a su enemigo envolver el recuerdo muerto de su primogénita.

En ese instante, una lágrima se apropió de su visión, mostrándola el futuro con su reflejo. Vio a sus hijas convertirse en estandartes ígneos de la fe, tener como última visión el Gott Mitt Uns grabado en la hebilla de un cinturón militar, ser apartadas de la libertad por el sadismo doméstico de un compañero indigno. Derramó sus lágrimas por todas ellas. Lloró por cada grito de dolor, por cada suspiro en soledad, por cada mujer que ocuparía el trono tras de sí. Lloró por todas y cada una de sus herederas.

Pero no lloró de pena al verlas sufrir. Lloró de orgullo al verlas luchar.
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sábado, septiembre 24, 2005

Hambre

Tenía hambre. Estaba sucio, hacía semanas que no dormía en una cama y no recordaba el tacto de la ropa limpia, pero eso era lo de menos. El doloroso vacío de su estómago, el frío que recorría su cuerpo, la pesadez de sus miembros... Eso era lo que importaba ahora. Tenía hambre. No había comido nada desde que aquella pareja le había comprado una porción de pizza dos días atrás. Les explicó como pudo su situación. Cómo había dejado atrás su hogar, el viaje junto a sus compañeros, su llegada al país... Les habría contado que su esperanza había muerto con la sonrisa del explotador, con las lágrimas de sus compañeros, con la mirada de desprecio con la que era recibido... Les habría dicho que no quería compasión o lástima. Sólo ayuda. Pero su conocimiento del idioma no daba para tanto.

Se acurrucó contra la pared del metro, intentando evitar que el calor escapara de su cuerpo. De vez en cuando alguna cabeza se giraba y lo miraba. La mayoría había aprendido a ignorarlo. Miró su reloj. Había sido de su abuelo. Una obra de precisión. Aquel reloj había cruzado las arenas del desierto a principios del siglo XX. Ahora en el XXI, atado a su muñeca, había cruzado el océano. Cerró los ojos para paliar el dolor de su cabeza y recordó. Recordó el sabor de la pizza en su boca dos días atrás. Recordó el rostro de sus dos salvadores. Ella era bella. Él siempre sonreía. Habían sido muy amables... el queso fundido... años atrás él habría hecho lo mismo... la sabrosa carne sobre la masa... su mujer era generosa, siempre quería ayudar... el impacto frío del refresco sobre su reseca boca... Apretó los ojos. Tenía mucha hambre.

Pensó en ir a los baños y beber agua hasta hacer creer a su cuerpo que estaba saciado, pero ya era tarde para mentiras. Volvió a abrir los ojos y trató de olvidar el dolor, de concentrarse. Ahora sólo debía existir una cosa. Si el paraíso prometido por Alá no era una mentira, debía ser como el escaparate de esa panadería. Los bollos recién horneados, los pasteles rellenos de nata, las empanadas de carne. Todo estaba allí. Las primeras horas había tratado de ignorarlo, durmiendo, paseando, rezando. Pero ese olor, ¿cómo se podía ignorar ese olor a comida, a calor, a hogar?. Había pensado en entrar y pedir alguna sobra, pero conocía cual sería la respuesta. Con lo que había ocurrido la gente de su raza no era bienvenida. Él no era un ladrón. Deploraba a los criminales. Odiaba a aquellos que creían estar por encima de la ley. Por encima de la vida de los demás. Pero ese olor... Era su condena. Sólo había una forma de hacerlo. Solo una. Dolorosa. Indigna. Deshonrosa. Un pinchazo en su vientre terminó de convencerlo. Había que hacerlo.

Se acicaló como pudo para llamar la atención lo menos posible y caminó con decisión hacia la puerta. Chocó con un par de abrigos negros. Uno de ellos dijo “excuse me” y siguió andando. Un sudor frío resbalaba por su frente. Oteó la figura negra de reojo sin dejar de caminar. Por un instante supo que era vigilado, que la policía estaba allí, que le atraparían y lo encarcelarían sin dejar que se explicara. A él. Un hombre honrado. Que tiraría al traste todo su honor, su dignidad, sus valores. Pero aquel olor. Eran sólo imaginaciones suyas. Delirios del hambre. Aceleró su paso, esquivando a las decenas de viajeros que conversaban entre sí. Por fin estaba ante la puerta abierta. El olor era más intenso que nunca y lo atraía hacia el interior. Debía ser rápido.

Estaba ante el mostrador. La dependienta se giró hacia los hornos. En menos de un segundo ya tenía un bollo de crema en su mano. Lo ocultó como pudo bajo la chaqueta y salió. Aún estaba caliente. Le impregnaba sus dedos con azúcar. Los sentía pegajosos. Deseó poder comer a través de ellos. Pero no era el momento. Aún no. Debía alejarse. Ir a los baños y dentro. Dentro lo saborearía. El pan blando, la crema del interior. Sonrió, pero duró poco. Entre la gente vio al hombre del abrigo negro. Le miraba. Se acercaba. Intentó evitarlo, pero allí estaban. Por todos lados. Chalecos amarillos. Reflectantes. Cascos. Gorras. Placas. Porras. Lo rodeaban. El abrigo negro estaba a un paso. Se llevó la mano al bolsillo y sacó algo. “Excuse me” dijo.

Corrió. ¿Dónde lo había oído? Tal vez en una serie de televisión. Dos días atrás. En la pizzería. “El miedo nos activa” dijo el protagonista “nos activa y nos dice ¡Corre!”. No le atraparían. Él estaba asustado. Ellos no. Sólo había cogido un bollo. ¿Por qué iban a temerlo?. Corrió, ocultando su tesoro bajo la chaqueta. Corrió y entonces sintió esa sensación. Ese escalofrío que te advierte que has olvidado algo. Abrigos, chalecos, cascos, gorras, placas, porras... armas.

No lo tuvo claro hasta que la gente gritó y se echó al suelo. Había oído algo. Un segundo atrás. Algo que pudo oír sobre las órdenes que le gritaban los agentes en un idioma que desconocía. Algo que sintió más fuerte que los choques contra la gente. Algo como... ¿bang? Se detuvo. El primer disparo le había atravesado el pulmón derecho. Se preguntó donde habría ido a parar la bala. Sintió los otros dos saliendo de su abdomen, desde la espalda. Cayó al suelo. Le dolió soltar el bollo, pero sus manos no querían sujetarlo más. Rodó hasta su cabeza y quedó allí. Ante sus ojos. Ante su boca. Ante su nariz. Ese olor.

Alguien le dio la vuelta. Notaba la mano de un hombre que palpaba sobre su ropa. Por todo su cuerpo. Clear!, gritó al terminar. Luego llegaron más abrigos, chalecos, gorras... ¿cómo seguía?. Oía sus voces. Sobre él. A millones de años luz sobre él. God, we done?, innocent, ambulance, gonna be good... Sonaban como una vieja canción de Sinatra. El abrigo negro le sujetó la cabeza. Tenía el pelo rubio, los ojos azules. Debía tener su edad. Le preguntó algo que no comprendió. El abrigo negro lo repitió. Tragó sangre y puso toda su fuerza en su garganta. I am hungry, dijo. Su voz era distinta. Más débil. El abrigo arrancó un trozo de bollo y se lo metió en la boca. Sabía como debía saber. Notó la fría crema en contraposición del pan caliente. El azúcar que había impregnado sus dedos estaba ahora en su boca. Estaba delicioso. Otro hombre apartó al abrigo negro. Sus ojos se cerraban, pero estaba seguro. Lo vio. Podría estar alucinando, pero no había duda. A pesar de estar en el metro, bajo tierra, lo vio. Decenas de estrellas sobre un cielo azul. Era como pensaba.

Jean encendió la tele. Había pasado el mayor susto de su vida pero quería comprobar algo. Cambió de canal, pulsando los botones del mando con frenesí hasta que lo encontró. Ahí estaba. Guardó silencio y escuchó a la presentadora. “... entes de la policía del metro han abatido a un sospechoso aún sin identificar en la estación de Central con Maine. El individuo llamó la atención de los agentes al tratarse de un varón de rasgos árabes que ocultaba algo bajo su chaqueta. Tras emprender la huída fue abatido por miembros de la unidad antiterro*”. Apagó el televisor. En esta cadena tampoco mostraban imágenes de su negocio. Aún así era una buena anécdota para contar a sus amigos. Comprobó los hornos de pan, vació el escaparate y desechó el género viejo. Fue al abrir la caja cuando lo vio. ¿Quién habría dejado un reloj tan antiguo sobre su mostrador?.
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martes, septiembre 20, 2005

G. O.

Innumerables trozos de cristal cortados por el azar en formas irregulares. El cielo se refleja en uno. Parece un pedazo arrancado del paraíso. El viento mece con brío las cortinas. Las hojas de la ventana rota golpean rítmicamente la pared. Los gritos de ella suenan como una guerra chill out.

Ríos de sangre brotan a cámara lenta de agujeros abiertos con plomo. Las uñas se destrozan arañando el suelo. Casquillos de bala fuman en el suelo. Mi asesino ríe y recompensa a su arma con una buena comida. El cargador encaja con un clic onomatopéyico. Mi pistola está a un siglo de distancia. La realidad se difumina como una imagen pixelada.

Intento respirar, pero un bloqueo de dolor le impide el paso al aire. La pared y el suelo no son tan incómodos como parecían. Poco a poco me hundo en un colchón de hormigón armado. La luz se tiñe de negro. Y allí están las letras. Grandes. Brillante neón rojo que contrasta con una existencia de tinieblas. Casi creo distinguir una “G”. Una “O”... Volverá a pasar... dentro de un

parpadeo.

Estoy de nuevo en pie en el pasillo de paredes texturizadas con fotografía camp. Todo está cubierto por un filtro azulado. Mi pierna golpea la madera y crea una entrada. Las astillas desaparecen al tocar el suelo. Está volviendo a pasar. Soy manejado por la mano de un dios invisible.

Es imposible saberlo, pero lo sé. Ignoro a la rehén. Me olvido de su terror y apunto al armario. Mi pistola escupe tres insultos plateados. El cuerpo del asesino cae. Estamos a salvo. He ganado.

No.

Desde el edificio de enfrente un cometa de plomo cruza la calle. La ventana muere derrochando sangre cristalina. En el mundo verdoso de un visor nocturno, mi cuerpo cae abatido.

Una vez más, muero.

Llegan las letras. Como un cartel de boxeo que anuncia un K.O. Escritas en una fuente especialmente creada para saludar a la muerte. Recibo el mensaje impersonal que me comunica mi propio fallecimiento. Game Over.

La pantalla se tiñe de negro.

Mi vida se está cargando para intentar llegar al siguiente nivel.

La muerte suena a un descanso apetecible. Necesario. Merecido.

La partida vuelve a empezar. Toman los mandos de mi destino.

Dios, dame un respiro.
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lunes, septiembre 12, 2005

Hay un Hombre en el Tejado

-Hay un hombre en el tejado.

-Y un diplodocus en mi habitación.

-No. En serio. Hay un tío en el tejado.

-Sí, ya. A ver, listo. ¿Dónde?

-Allí.

-Pues yo no lo veo.

-Allí. Detrás de la chimenea. ¿Lo ves?

-Ah. Sí ,sí. ¿Y que hace ahí subido?

-Pues ni idea. Lo mismo está arreglando algo... yo que sé.

-Pues pregúntaselo.

-Na, tío. Me da vergüenza. Y mamá dice que no gritemos por la ventana. Que la señora Andrews se asusta si oye ruidos.

-Venga hombre. No seas cagueta. Si mamá no está.

-Está bien. Pero si nos pillan diré que fuiste tú.

-Pues vale.

-¡¡¡¡Eeeehhh tíoooooo!!!!. ¿¿¿¿Qué haces en el tejado???? ¡¡¡¡Que te vas a matar!!!!

-Jajajajaja. ¿Qué hace ahora?

-Nada, se ha cagado y está echando patas.

-Ostras, pero ¿has visto? ¿Has visto?

-Sí, sí. Llevaba una pipa. Qué pistolón.

-Era como el de Bruce Willis en la Jungla, chaval.

-No. El de Bruce Willis es mucho más pequeño. Eso era un metralleta lo menos.

-Ya te digo. ¡Mira, mira! ¡Otro!

-¡El que sale en las revistas!

-Jaja. Si va en leotardos...

-Papá dice que es mariquita.

-¿Qué hace?

-Está buscando... fijo que el de antes ha hecho algo malo y lo está persiguiendo.

-¿Y no lo ve? Si se ha ido por ahí mismo.

-Ya.

-Pues díselo tío.

-Na. No soy un chivato.

-Igual te da algo.

-Seguro que lleva un montón de regalos debajo del pijama, no te fastidia.

-Pero igual tira una de esas cuerdas de las que se cuelga.

-No son cuerdas. Son telas de araña, bobo.

-Martin tiene una. La encontró pegada a su balcón.

-Bueeeeno. Pero si eso la ponemos en mi habitación.

-Venga. Pero dile algo.

-¡¡¡¡Eyyyyyyyyyyyyyy!!!! ¡¡¡¡Se ha ido por abajo!!!! ¡¡¡¡No, a la derecha!!!!

-Hala. ¿Qué te ha dicho?

-Gracias chaval, o algo así. Ya se ha ido.

-¿Te ha dado algo?

-No, tendría prisa.

-Bah.

-Ya. Qué rata. Fijo que Daredevil te habría dado algo.

-Ya. Oye, ¿qué ponen por la tele?.
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