Hope Arts: Relatos y Guiones

Historias, fábulas y narraciones de creación propia.

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Lugar: Cantabria, Spain

domingo, septiembre 11, 2005

I - Puertas


1 hora y 13 minutos antes la gota pendía temblorosa del tubo de plástico, en una infructuosa lucha por asirse al recipiente. Tras unos instantes de esperanza, el líquido capituló dejándose caer al océano azul y negro que se abría a sus pies. Al recibir la gota la pupila se dilató como un oscuro pozo negro que trata de llenarse de agua de lluvia. La joven parpadeó dos veces extendiendo la sustancia por el ojo. Pasados unos segundos, unas raíces verdosas se extendieron por la iris azulada para convertir en un vergel el páramo nevado que la rodeaba. Se llevó las manos a la cabeza destrozándose el peinado. Casi notaba como atravesaba su retina y entraba en el nervio. Directa a su cerebro. Sus propios sollozos parecían venir de un universo alternativo. Bola Ocho era ahora un dibujo animado en dos dimensiones, y aunque su voz llevaba el ritmo adecuado, él parecía moverse a cámara lenta.

-Tu cerebro ha sido secuestrado. Ahora sé buena chica y cuídate. No vayas a morirte en alguna arteria de la ciudad.

Por un momento la joven intentó responder, pero su mente iba tan rápido que la frase quedó millones de años luz atrás.
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Las calles son las arterias de la ciudad.

Andrea odiaba esa metáfora, pero a la vez la atraía irremediablemente. Cuando escuchaba esa frase, no podía evitar imaginarla como un órgano latente en el que penetraban canales de un líquido verdoso y tóxico. La ciudad no era el corazón sano de un atleta, sino el pulmón canceroso de un fumador. Un gran pulmón que palpitaba envuelto en un manto de humo negro. ¿En qué la convertía eso a ella?. Tal vez en una célula de nombre absurdo cuya función era gritarle a su Amo que dejara el tabaco. Pero no. Ella no formaba parte de esa comunidad de glóbulos blancos y rojos que trabajaban en pro de un cometido que no llegaban a comprender. Ella era un virus. Una bacteria patógena. Un parásito que cuando revelaba su identidad era rechazado por el sistema.

Andrea no tenía muy claro a cuento de qué estaba pensando en anatomía interna, pero estaba segura de lo que buscaba. Como todo órgano lacerado, la ciudad se recomponía a diario. Cada herida infligida en su asfalto era regenerada de inmediato, y pronto surgían altos edificios plateados allí donde antes sólo había una cicatriz negra. Pero Andrea no buscaba demostraciones de arquitectura quirúrgica, sino los restos desechados de la operación. Edificios abandonados, historias olvidadas y viejas mansiones fantasmagóricas rodeadas de carteles corporativos. Un mundo paralelo de recuerdos yacía bajo el nuevo tejido de la urbe.

Andrea buscaba la puerta a ese mundo.
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1 hora y 47 minutos antes Andrea Wolf podría haber sido definida como un bello paradigma de discordancia. Su silueta cortaba la oscuridad de la calle como una espada echa de cristal al rojo vivo. El largo abrigo oscuro estilizaba aún más su figura. La bufanda blanca que protegía su cuello acompañaba a la melena negra en un baile cuya música marcaba el viento. Su hermoso estandarte, anunciado por el sonido rítmico que producían sus tacones con cada paso, era una declaración de guerra contra la terrible fealdad del barrio. En las antiguas urbanizaciones colindantes a la bahía de embarque no había lugar para la belleza.

No era la primera vez que venía, pero como en cada una de las otras ocasiones, tampoco sabía si sería la última. Los vio en un parpadeo. Tres figuras emergieron de un callejón imitando su paso. Evidentemente no les importaba tanto el camino como el caminante. Ella no incrementó su ritmo. No trató de huir. No se alteró lo más mínimo. Simplemente se limitó a sonreír cuando el primer lamento de dolor surgió a su espalda. Su Sombra no la abandonaba, y eso le resultaba irónicamente gracioso. ¿Desde cuando a un ángel le preocupa la seguridad de un demonio?. No necesitaba girarse para ver. Los gritos de pánico eran el relato fiel de la contienda. El tercer cuerpo cayó al suelo. Su Sombra. Su Ángel de la Guarda. Ojalá recordara su cara.

Los restos calcinados de la oficina de objetos perdidos se pudrían ante sí. Estaba cerca.
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Cuando tenía cinco años su casa estaba en obras. Todo estaba sucio y desordenado, y no encontraba a Elena por ninguna parte. Oía su llanto, pero era incapaz de encontrar la habitación de la que procedía. Cada vez que abría una puerta, el otro lado estaba bloqueado por un muro de ladrillos recién levantado. Abrió mil doscientas diecinueve puertas aquel día. Las contó. No volvió a ver a Elena, pero aún escuchaba su llanto.

Andrea aún no había descubierto si su hermana era o no real, ni si su batalla contra las puertas había sucedido de verdad o sólo era un sueño, pero tenía curiosidad por averiguarlo.

En cinco minutos había abierto tres puertas. No las elegía al azar. Cada una de ellas la llamaba con una voz diferente. La primera era la de un burdel con fulanas de los años 20, la segunda estaba tapiada y la tercera daba a un parque de atracciones de columpios oxidados, que tarareaban al son de la brisa canciones chirriantes. Ahora Andrea hacía cola frente a la taquilla de un banco con la intención de abrir la puerta de la caja fuerte. No tenía ni idea de cómo convencer a los guardias armados de que la permitieran pasar, por lo que estuvo a punto de pedir ayuda al Hada Madrina que esperaba frente a ella.

¿Hada Madrina? Se recriminó a sí misma en voz baja. Empezaba a sufrir los efectos secundarios del Secuestro. Tenía que concentrarse. Cuando empezaba a desesperar, Su Sombra le susurró al oído el plan perfecto.
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1 hora y 31 minutos antes acarició la madera con los nudillos. Nunca llamaba con demasiada fuerza a la puerta, ya que temía echarla abajo. No era una mujer fuerte, pero aquellas tablas debían de haber salido del manzano de Adán y Eva. Pasos provenientes del otro lado anunciaron la inminente apertura del sello que cerraba el vano. La puerta se separó de la jamba todo el espacio que le permitía la cadena de seguridad. Una cara desconocida surgió de la oscuridad y preguntó.

-¿Y tú quien coño eres?

Andrea elevó la mirada para estudiar la cabeza que se alzaba medio metro sobre ella. El hombre no debía tener más de treinta años, y de su tupida cabellera peinada a lo afro, tan sólo surgían unas anacrónicas gafas de pasta y una afilada nariz.

-Me lees el pensamiento.

-¿Vendes algo?

-Predico la palabra del señor entre los infieles y los pobres de corazón.

Una expresión de extrañeza se adivinó tras el grueso cristal de sus anteojos.

-Guapa, si tú eres una enviada de Dios...

Andrea levantó su mano enguantada haciendo callar al cancerbero.

-Nadie. Ha mencionado a Dios.

-¿Pues entonces qué...?

Andrea volvió a alzar su mano, se despojó del guante y tocó el pomo de la puerta. La cadena que aseguraba la entrada cayó fulminada al suelo ante el asombro del espigado portero.

-Me llamo Andrea Wolf y busco al Señor Saltos.

Antes de que el eco de sus palabras se hubiera perdido entre las paredes, la mujer ya había entrado.
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El sol bajó del cielo a las riendas de una cuadriga tirada por harleys para beber de una fuente, a cuyas orillas pescaban estatuas de héroes de la antigüedad.

Evidentemente no todo lo que veía era real. Y no era por el Secuestro. Siempre había sido así. Con el tiempo Andrea había aprendido a diferenciar lo que la gente aceptaba como verídico y aquello que consideraba que sólo podía salir de una mente insana. Andrea diferenciaba las reacciones de la gente y se acomodaba a ellas, pero sinceramente era incapaz de distinguir si los procesos de su cerebro respondían o no ante factores tangibles.

Una piedra la adelantó a toda velocidad. Por un momento creyó ver unas diminutas piernas que propulsaban la roca , pero al girarse se dio cuenta de que Su Sombra la había pateado. La silueta hizo un gesto de disculpa y gritó algo que Andrea olvidó de inmediato. Siguió caminando. Su Sombra la seguía con las manos en los bolsillos, y aunque la mujer no recordaba su cara, seguramente luciría una expresión de aburrimiento. Andrea no entendía por qué. Lo de la caja fuerte había sido divertido.

Un susurro interrumpió la carcajada rememorada de la joven. Se detuvo y con sus pasos también cesaron los de su acompañante. Ambos quedaron en silencio entre el estruendo de la calle. Cerró los ojos y todo lo que no era el murmullo desapareció. Existían sonidos que no se escuchaban con los oídos. Andrea se concentró en la voz y se dejó guiar por ella. Atravesó la carretera ante los bocinazos sordos de los conductores hasta llegar al otro lado. La escalinata terminaba en una imponente entrada. La puerta volvió a susurrar.

-A través de mí llegas a un llanto procedente de otro mundo.

Normalmente Andrea desconfiaba de la naturaleza traidora de las puertas, pero aquella tenía algo de especial. Salvo para sus ojos, no existía para nadie más.
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1 hora y 19 minutos antes Andrea se había acomodado en el sofá favorito del Señor Saltos. Sus dedos tamborileaban impacientes sobre uno de los brazos de su asiento, mientras Su Sombra, que sujetaba su abrigo a su espalda, seguía el ritmo con el pie. Frente a ellos su espigado anfitrión los observaba arrugando los ojos a la vez que se limpiaba las gafas. Andrea rompió el hielo.

-¿De modo que el Señor Saltos no está?

-No. Salió de viaje hacia un lugar mejor.

-Señor Bola Ocho. ¿Se da cuenta de lo que eso se parece a decir que está muerto?

Bola Ocho se colocó los anteojos y sonrió.

-¿Le incomodaría eso?

-El único afecto que guardaba por el Señor Saltos venía provocado por su habilidad para conseguir ciertos productos de mi necesidad. Si usted es capaz de demostrar esa misma habilidad, se habrá ganado todo mi cariño.

El hombre efectuó un hiperbólico gesto de admiración.

-Ooooh. Nada me agradaría más.

Andrea le siguió el juego con una sonrisa.

-Pero antes de ayudarla dígame, señorita Wolf. ¿Qué sustancia es de su necesidad? ¿Polvo blanco? ¿Piedra negra? ¿Alegres pastillitas de colores?

-Nada de eso. Lo que quiero es líquido verde.

Tras los gruesos cristales, los ojos de Bola Ocho miraron aterrorizados a la mujer. Con un rápido movimiento sacó un revolver oculto bajo el cojín de su sofá y se puso en pie, apuntando a Andrea a la cabeza.

-¿Quién coño eres, zorra? ¿Policía moral?

-Esta sí que es buena.

El abrigo produjo un leve sonido al caer sobre el suelo de madera. En un parpadeo, el revolver cambió de bando apuntando directamente a la frente de Bola Ocho. La oscuridad le miró con furia y amartilló el arma. Gruesas gotas de sudor llovían de la frente del traficante.

-¿Qué... demonios... pasa?

Andrea se levantó de su trono y recogió su abrigo.

-Señor Bola Ocho. Como es evidente, tengo la oportunidad de causarle serios contratiempos, pero no es mi estilo. Tal y como le he dicho, le estaría muy agradecida si pudiera ayudarme.

Del bolsillo de su chaquetón sacó un fajo de billetes, que zarandeó ante la cara de Bola Ocho.

-Decídase antes de que mi anónimo colaborador comience a sentirse incómodo con el arma en la mano.

El traficante cogió el dinero y lo guardó en sus pantalones.

-Lo que quiere está en el piso de arriba.
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Era obvio que ese no era un museo normal. Sus paredes transparentes permitían ver el tráfico que discurría por las callejuelas del exterior. De vez en cuando, algún viandante atravesaba los muros de aire y penetraba en el edificio sin percatarse ni tan siquiera de su existencia. Era un templo dedicado a una sabiduría invisible.

La puerta no había mentido. Este era uno de esos lugares que Andrea buscaba, pero que también temía. Ocurrían cosas impredecibles en aquellos sitios. Cosas como que ante ella hubiera una hilera infinita de vitrinas vacías, pretendiendo ser las farolas que alumbraban un Broadway desolado. Cosas como que una sombra perdiera su manto de tinieblas y revelara un rostro.

La mujer contempló los rasgos familiares que se habían ocultado bajo las tinieblas. Su Sombra la miraba como si no se hubiera percatado del cambio. Andrea se dirigió al hombre por primera vez desde que... ¿le conoció?

-Has... cambiado.

-¿Hablas conmigo?

Era un hombre delgado. De su misma edad. Tenía un rostro agradable, y su expresión transmitía que era capaz de aceptar cualquier desgracia que se cruzara en su destino. Por fin parecía comprender la situación.

-Despreterrinco.

Andrea le miró sorprendida.

-¿Qué has...?

-Deja de mirarme por un segundo, gírate, vuelve a mirarme y repite lo que te he dicho. Despreterrinco.

La mujer inició una réplica, pero el hombre se le adelantó.

-Haz lo que te digo. Por favor.

Andrea se giró y al cabo de un rato volvió a mirarle.

-Desprete... Desprete... Joder, no sé. El final sonaba como ornitorrinco.

La sombra soltó una carcajada que resonó en las paredes de cristal. Ante la sorpresa de la joven el hombre se abalanzó sobre ella y la abrazó. Ella se zafó con contundencia.

-¡Sí que has cambiado!

-Vamos Andrea. La que has cambiado has sido tú. Este sitio te ha cambiado. Te ha dado la posibilidad de...

-¿Ver lo que no existe?

-En parte, supongo. Iba a decir de recordar lo olvidable.

Andrea contempló una vez más las facciones del joven. Un torrente de recuerdos la abordó desde un rincón olvidado de su cerebro. Lo que decía era verdad.

-Eres... eres tú.

Una vez más compuso una sonrisa a modo de respuesta.

- Sí, cariño. Pero ahora debemos encontrar lo que has venido a buscar.

Andrea asintió. Su Sombra la tendió la mano y juntos avanzaron por la senda de vitrinas hacia el lejano llanto que les reclamaba.
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1 hora y 16 minutos antes Andrea se maravilló de nuevo del talento del Señor Saltos a la hora de componer escenarios descontextualizados. Encontrar una consulta de dentista en la guarida de un traficante de drogas era un imaginativo ejercicio de surrealismo arquitectónico. Se acomodó en el sofá de ortodoncista mientras Bola Ocho extraía todo tipo de substancias de un armario metalizado.

Por un momento se vio tentada a disculparse por el anterior exceso de celo de su acompañante, pero como siempre ocurría, el traficante había olvidado toda existencia de Su Sombra. Ni siquiera se había percatado de su actual ausencia, provocada por la necesaria búsqueda de un vehículo. El transporte es de gran utilidad aun cuando desconoces tu destino. Por fin Bola Ocho pareció encontrar lo que buscaba.

-Cuando era pequeño era un chaval muy travieso. Algunas veces que me portaba mal mi madre me amenazaba con tirarme a la basura. Era en broma claro. Era una mujer muy buena, dejando de lado lo de la prostitución y las drogas. El caso es que cada vez que me lo decía, venía a mi mente una imagen de niños carbonizados en un vertedero. No sé por qué. Puede que lo viera en un telediario.

Bola Ocho miró a Andrea con su cabeza en forma de bola de billar.

-Eso es lo primero que veo.

Andrea, que comprobaba su sonrisa en un espejo soldado a su peculiar trono, cesó en su actividad para responder.

-Yo veo... Veo miles, millones de puertas. Es como esa escena en Monstruos S.A. ¿La has visto?

-¿La de dibujos?

-Sí. Es como esa escena en la que el monstruo azul va colgado de una puerta por una sala donde guardan miles y miles de puertas.

-Vaya.

-Es algo así. Pero bueno, se supone que es de lo más normal. Leí en un artículo que fue diseñado por un ideólogo de la teoría de la conspiración. Aseguraba que su creación era un medio para contactar con “fuerzas sobrenaturales”. El Secuestro, proporciona al cerebro la posibilidad de...

-“...ver lo que no existe”. ¿Crees que no sé lo que vendo?

Andrea sonrió. Su nuevo camello había desarrollado su sentido del humor en mayor medida que el Señor Saltos.

-Parece que sabes mucho del Secuestro, guapa.

-Curiosidad de consumidora.

-¿Sabías que sólo por poseer esto... –imitando a un mago, sacó un cuentagotas cargado de líquido verdoso de su espalda- la policía moral podría ejecutarme sin juicio previo?

-Sí. Pero morirías rico.

Andrea golpeó el abultado fajo de billetes que Bola Ocho guardaba en el pantalón. El traficante sonrió, elevando como Espada de Damocles el cuentagotas.

-Cállate y abre bien los ojos.
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Llevaban horas caminando en silencio por el pasillo del museo, y lo peor de todo es que aparentemente no habían avanzado un ápice. Cuando miraban a su alrededor, más allá de los muros de cristal, los peatones seguían absortos en sus tareas, navegando por la ciudad como modernos barcos con el piloto automático puesto.

Sin embargo, todo variaba constantemente dentro del extraño museo. En el interior de las vitrinas, oscuras siluetas iban tomando forma progresivamente. Al principio Andrea no fue capaz de asimilar lo que eran esas extrañas figuras, pero con el tiempo su visión y su cerebro parecieron recibir un manto de clarividencia.

Eran seres. Seres que nunca antes había visto ni de los que jamás había oído hablar. Elefantes con alas de ángel, gigantescos alienígenas de enormes y pacíficos ojos, agresivos depredadores que amenazaban con devorar su alma. E incluso un majestuoso león que les saludó amablemente en un cortés acento británico. Todos estaban allí. Expuestos. Atrapados. Prisioneros del vouyerismo de sus visitantes.

Pronto las extrañas criaturas dejaron paso a otras más familiares. Estas sollozaban, reían de locura, hablaban con sus compañeros de presidio. Golpeaban con furia los barrotes de espejo de su prisión, se ejercitaban en su reducido espacio... o simplemente dormían. Estas nuevas criaturas eran como ella. Eran seres humanos.

Seres humanos de todas las épocas, de todos los lugares. Pero no seres humanos normales. Cerca de ella un centurión romano convirtió sus brazos en espadas; más allá un hombre que despedía fuego por los ojos contemplaba absorto la vitrina de una bella mujer pelirroja que parecía hablarle directamente a su cerebro. No mucho más lejos de ellos, un joven languidecía ante la brillante luz verde que emitían unas rocas aparentemente inofensivas; mientras a su lado un anciano aleccionaba a prendas de ropa para que realizaran todo tipo de ejercicios.

Su Sombra, que trataba dialogaba con una atractiva mujer rubia hasta que esta se volvió completamente invisible, preguntó a Andrea.

-¿Es este el lugar que buscabas?

Andrea asintió.

-¿Qué crees que hacen aquí encerradas estas personas?

Su Sombra respondió a la joven.

-Creo que es el Ala Humana del museo. Pero esa no es la pregunta correcta. Deberíamos preguntarnos qué les encerró aquí.

Un llanto de bebé resonó sobre ellos a la vez que una luz incandescente iluminaba toda la estancia. El brillo era tan intenso que todo se convirtió en una silueta. Andrea contempló sus propias manos, que ahora eran totalmente negras. Aquello le era familiar. Así era como veía antes a Su Sombra. El joven, convertido como ella en una mera sombra, se acercó y la abrazó. Sobre sus cabezas, una voz resonó como una explosión atómica.

-¡Contemplad visitantes! ¡Contemplad a los héroes de la Tierra!
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1 hora y 3 minutos antes Su Sombra portaba en brazos el frágil cuerpo de Andrea. La había envuelto en su abrigo, pero aún así la mujer no dejaba de temblar. Miró sus ojos azules, que no paraban de llorar lágrimas verdes. Entre las convulsiones, trataba de hacerse entender.

-Elena... llora... tras una puerta... y la puerta....

Apretó con fuerza el brazo del hombre. Sus uñas se clavaron en la piel, hundiéndose en la carne hasta que el desmayo la hizo ceder en su involuntario empeño destructivo. Era en sueños cuando el Secuestro comenzaba a hacer efecto.

La acomodó en el coche lo mejor que pudo, y se sentó al volante, junto a ella. El pelo moreno caía sobre su cara, dejando tan sólo a la vista sus labios carnosos. Su esbelta figura reposaba en el asiento del copiloto. El joven cuerpo era una tentadora ofrenda. Se despertaría, pero podría hacer tantas cosas con ella. Cosas que ella ni siquiera recordaría. Le apetecía tanto volver a besarla.

Apartó el pelo de su cara.

No sería así. Volvería a ocurrir como tantas veces antes o no ocurriría. Ya llegaría el momento de besarla. Y sería un beso que no olvidaría.

Sacó un caramelo del bolsillo de su chaquetón, lo liberó de su envoltorio y se lo metió en la boca. Se reclinó en el asiento y se dispuso a esperar.

47 minutos después Andrea despertó súbitamente de su pesadilla.

-Al centro. A la zona del parque. ¡Rápido o perderé el rastro!

Su Sombra susurró un “te quiero” que ella no recordaría y arrancó el coche.
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La Luz descendió del cielo transmutándose durante su caída en una figura humana. Apaciguó radicalmente la intensidad de su brillo, y todos aquellos que poblaban la sala creyeron haber vivido la muerte de un sol. Caminó con solemnidad hacia los cuerpos abrazados, y sólo cuando estos se hubieron levantado, comenzó a hablar.

-No sois visitantes. Sois humanos. Erguios y dejad que os contemple.

Andrea y Su Sombra se alzaron con aparente orgullo, pero en realidad se sentían como bacterias observadas desde un microscopio.

-Dos de los especiales. No caídos. ¿Quién eres tú, varón?.

Hundió sus dedos en el cuerpo de Su Sombra, extrayéndole una porción de esencia.

-Sí. Sí. Tú eres Ese. El Olvidado. El Olvidable. El Apartado. El Paria. Un experimento de los Ancianos. Aunque seguro que tú lo tomas como un castigo.

-Olvídame, ¿quieres?.

La Luz se detuvo ante la Sombra.

-Intentaría carcajearme ante tu ingenio, pero bastante condiciona mi expresividad vuestro lenguaje.

La Luz centró su atención en Andrea.

-¿Y quién eres tú hembra?

-Ni se te ocurra arrancarme nada.

-No. No. No es necesario. Ya te reconozco. Tú eres Esa. La Bruja que desvela secretos. La Ninfa que confunde a los hombres. El Oráculo que todo lo ve. La Primavera que hace crecer vida allí donde no había nada. Otras hubo antes que tú con tu mismo poder. Pero siempre una. Sólo una que puede ver aquello que para otros ni tan siquiera existe.

Ya no oía el llanto. Andrea ocultó su preocupación.

-¿Y quién eres tú, que parece saberlo todo?

-Yo. Yo sólo soy un mero Conservador. Un estudioso de lo inexplicable. Procuro mantener en marcha el museo, hasta que lleguen los Exterminadores. A ellos sí les debéis temer, pero a mí... Soy del todo inofensivo. Tan sólo recojo muestras especiales.

-¿Para un museo de rarezas?

-Para un museo de historia, Hechizadora. Pero no es esa la pregunta que has venido a hacer.

Su Sombra, que trataba de encontrar una herida allí donde La Luz había operado, miró preocupado a Andrea. La joven le tranquilizó con la mirada.

-Mi hermana. Elena. Está aquí.

La Luz asintió con su cabeza de estrella.

-¿Crees que tus habilidades te hacen especialmente interesante para mis cometidos? Ha habido miles como tú. Durante eones. Y todas llegaron hasta mí. No. No eres especial. Al menos por ti sola.

La Luz pausó su discurso. A Andrea le recordaba a un viejo profesor de universidad, que abusaba con crueldad de su sabiduría.

-Siempre hubo una de tu estirpe en activo. Una a la que de algún modo le eran revelados secretos que nadie era capaz de comprender. Fueron guías. Líderes. Pero con el tiempo, su habilidad fue tildada de locura. Pero con cada una que moría, otra ocupaba su lugar. Siempre una.

El ser luminoso se detuvo ante ella, y abriendo su propio cuerpo extrajo de él un pequeño bulto, que acunó en sus brazos. Elena aún conservaba la manta en la que la había envuelto su madre el día que desapareció.

-Ella te hace especial a ti. Y tú la haces especial a ella. Una ruptura en la saga. Una excepción a la norma. Dos Visionarias en una misma generación. Una libre, y otra atrapada por las cadenas del tiempo.

Andrea miró a la criatura. Inocente. Ajena a su poder. La Luz enjugó las lágrimas que derramaban los ojos azules de la mujer.

-Una de vosotras abandonará este lugar. Su habilidad ya no es un problema. Sólo una. Debes elegir cuál.

No hubo palabras. Ni llantos. Ni despedidas. Andrea miró a Su Sombra. Ambos sabían la respuesta. Ella se acercó a Él y ambos se besaron. Cuando cesó su abrazo, la mujer le susurró algo al oído. El hombre sonrió.

Andrea caminó hacia La Luz hasta que ambos cuerpos parecieron fundirse. Juntos se elevaron hacia un cielo oscurecido y con ellos partieron todas las criaturas encerradas en las vitrinas. Miles de luces viajaron hacia el oscuro horizonte, posándose sobre la noche como un manto de estrellas.
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Su Sombra miró a su alrededor sintiendo que acababa de despertar de un sueño que aún latía en su cabeza. En el parque, iluminado por la luz trémula de las farolas, reinaba una calma total. El pequeño cuerpo se revolvió en su regazo, emitiendo un quejido apenas audible. Elena, señaló hacia el cielo con su minúsculo dedo. Una estrella pareció brillar por un momento con mayor intensidad. Su Sombra sonrió. “Ha sido inolvidable” había dicho Andrea cuando la besó.

Comenzó a caminar por las arterias de la ciudad, protegiendo el cuerpo de la niña con su abrigo. Cualquier cosa podía ocurrir en aquellos callejones, y él era consciente de que ahora era el guardián de un valioso tesoro.

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