Hope Arts: Relatos y Guiones

Historias, fábulas y narraciones de creación propia.

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Lugar: Cantabria, Spain

sábado, septiembre 24, 2005

Hambre

Tenía hambre. Estaba sucio, hacía semanas que no dormía en una cama y no recordaba el tacto de la ropa limpia, pero eso era lo de menos. El doloroso vacío de su estómago, el frío que recorría su cuerpo, la pesadez de sus miembros... Eso era lo que importaba ahora. Tenía hambre. No había comido nada desde que aquella pareja le había comprado una porción de pizza dos días atrás. Les explicó como pudo su situación. Cómo había dejado atrás su hogar, el viaje junto a sus compañeros, su llegada al país... Les habría contado que su esperanza había muerto con la sonrisa del explotador, con las lágrimas de sus compañeros, con la mirada de desprecio con la que era recibido... Les habría dicho que no quería compasión o lástima. Sólo ayuda. Pero su conocimiento del idioma no daba para tanto.

Se acurrucó contra la pared del metro, intentando evitar que el calor escapara de su cuerpo. De vez en cuando alguna cabeza se giraba y lo miraba. La mayoría había aprendido a ignorarlo. Miró su reloj. Había sido de su abuelo. Una obra de precisión. Aquel reloj había cruzado las arenas del desierto a principios del siglo XX. Ahora en el XXI, atado a su muñeca, había cruzado el océano. Cerró los ojos para paliar el dolor de su cabeza y recordó. Recordó el sabor de la pizza en su boca dos días atrás. Recordó el rostro de sus dos salvadores. Ella era bella. Él siempre sonreía. Habían sido muy amables... el queso fundido... años atrás él habría hecho lo mismo... la sabrosa carne sobre la masa... su mujer era generosa, siempre quería ayudar... el impacto frío del refresco sobre su reseca boca... Apretó los ojos. Tenía mucha hambre.

Pensó en ir a los baños y beber agua hasta hacer creer a su cuerpo que estaba saciado, pero ya era tarde para mentiras. Volvió a abrir los ojos y trató de olvidar el dolor, de concentrarse. Ahora sólo debía existir una cosa. Si el paraíso prometido por Alá no era una mentira, debía ser como el escaparate de esa panadería. Los bollos recién horneados, los pasteles rellenos de nata, las empanadas de carne. Todo estaba allí. Las primeras horas había tratado de ignorarlo, durmiendo, paseando, rezando. Pero ese olor, ¿cómo se podía ignorar ese olor a comida, a calor, a hogar?. Había pensado en entrar y pedir alguna sobra, pero conocía cual sería la respuesta. Con lo que había ocurrido la gente de su raza no era bienvenida. Él no era un ladrón. Deploraba a los criminales. Odiaba a aquellos que creían estar por encima de la ley. Por encima de la vida de los demás. Pero ese olor... Era su condena. Sólo había una forma de hacerlo. Solo una. Dolorosa. Indigna. Deshonrosa. Un pinchazo en su vientre terminó de convencerlo. Había que hacerlo.

Se acicaló como pudo para llamar la atención lo menos posible y caminó con decisión hacia la puerta. Chocó con un par de abrigos negros. Uno de ellos dijo “excuse me” y siguió andando. Un sudor frío resbalaba por su frente. Oteó la figura negra de reojo sin dejar de caminar. Por un instante supo que era vigilado, que la policía estaba allí, que le atraparían y lo encarcelarían sin dejar que se explicara. A él. Un hombre honrado. Que tiraría al traste todo su honor, su dignidad, sus valores. Pero aquel olor. Eran sólo imaginaciones suyas. Delirios del hambre. Aceleró su paso, esquivando a las decenas de viajeros que conversaban entre sí. Por fin estaba ante la puerta abierta. El olor era más intenso que nunca y lo atraía hacia el interior. Debía ser rápido.

Estaba ante el mostrador. La dependienta se giró hacia los hornos. En menos de un segundo ya tenía un bollo de crema en su mano. Lo ocultó como pudo bajo la chaqueta y salió. Aún estaba caliente. Le impregnaba sus dedos con azúcar. Los sentía pegajosos. Deseó poder comer a través de ellos. Pero no era el momento. Aún no. Debía alejarse. Ir a los baños y dentro. Dentro lo saborearía. El pan blando, la crema del interior. Sonrió, pero duró poco. Entre la gente vio al hombre del abrigo negro. Le miraba. Se acercaba. Intentó evitarlo, pero allí estaban. Por todos lados. Chalecos amarillos. Reflectantes. Cascos. Gorras. Placas. Porras. Lo rodeaban. El abrigo negro estaba a un paso. Se llevó la mano al bolsillo y sacó algo. “Excuse me” dijo.

Corrió. ¿Dónde lo había oído? Tal vez en una serie de televisión. Dos días atrás. En la pizzería. “El miedo nos activa” dijo el protagonista “nos activa y nos dice ¡Corre!”. No le atraparían. Él estaba asustado. Ellos no. Sólo había cogido un bollo. ¿Por qué iban a temerlo?. Corrió, ocultando su tesoro bajo la chaqueta. Corrió y entonces sintió esa sensación. Ese escalofrío que te advierte que has olvidado algo. Abrigos, chalecos, cascos, gorras, placas, porras... armas.

No lo tuvo claro hasta que la gente gritó y se echó al suelo. Había oído algo. Un segundo atrás. Algo que pudo oír sobre las órdenes que le gritaban los agentes en un idioma que desconocía. Algo que sintió más fuerte que los choques contra la gente. Algo como... ¿bang? Se detuvo. El primer disparo le había atravesado el pulmón derecho. Se preguntó donde habría ido a parar la bala. Sintió los otros dos saliendo de su abdomen, desde la espalda. Cayó al suelo. Le dolió soltar el bollo, pero sus manos no querían sujetarlo más. Rodó hasta su cabeza y quedó allí. Ante sus ojos. Ante su boca. Ante su nariz. Ese olor.

Alguien le dio la vuelta. Notaba la mano de un hombre que palpaba sobre su ropa. Por todo su cuerpo. Clear!, gritó al terminar. Luego llegaron más abrigos, chalecos, gorras... ¿cómo seguía?. Oía sus voces. Sobre él. A millones de años luz sobre él. God, we done?, innocent, ambulance, gonna be good... Sonaban como una vieja canción de Sinatra. El abrigo negro le sujetó la cabeza. Tenía el pelo rubio, los ojos azules. Debía tener su edad. Le preguntó algo que no comprendió. El abrigo negro lo repitió. Tragó sangre y puso toda su fuerza en su garganta. I am hungry, dijo. Su voz era distinta. Más débil. El abrigo arrancó un trozo de bollo y se lo metió en la boca. Sabía como debía saber. Notó la fría crema en contraposición del pan caliente. El azúcar que había impregnado sus dedos estaba ahora en su boca. Estaba delicioso. Otro hombre apartó al abrigo negro. Sus ojos se cerraban, pero estaba seguro. Lo vio. Podría estar alucinando, pero no había duda. A pesar de estar en el metro, bajo tierra, lo vio. Decenas de estrellas sobre un cielo azul. Era como pensaba.

Jean encendió la tele. Había pasado el mayor susto de su vida pero quería comprobar algo. Cambió de canal, pulsando los botones del mando con frenesí hasta que lo encontró. Ahí estaba. Guardó silencio y escuchó a la presentadora. “... entes de la policía del metro han abatido a un sospechoso aún sin identificar en la estación de Central con Maine. El individuo llamó la atención de los agentes al tratarse de un varón de rasgos árabes que ocultaba algo bajo su chaqueta. Tras emprender la huída fue abatido por miembros de la unidad antiterro*”. Apagó el televisor. En esta cadena tampoco mostraban imágenes de su negocio. Aún así era una buena anécdota para contar a sus amigos. Comprobó los hornos de pan, vació el escaparate y desechó el género viejo. Fue al abrir la caja cuando lo vio. ¿Quién habría dejado un reloj tan antiguo sobre su mostrador?.
Lée este y otros relatos en A Sangre y Fuego.