Hope Arts: Relatos y Guiones

Historias, fábulas y narraciones de creación propia.

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Lugar: Cantabria, Spain

domingo, septiembre 25, 2005

II - En TU Honor

El ejército fue barrido al alba como una playa por la marea. Las defensas costeras cayeron con la primera luz del amanecer, y antes de que mediara el día, capituló la guardia de la muralla. La élite real plantó frente hasta el último momento, cuando el enemigo, desde la lejanía, asaeteó todo vestigio de resistencia. Ahora, que el cielo contradecía con sus tinieblas el brillo cegador de la ciudad ardiente, todo varón pendía de un madero cruciforme. Ante la sombra moribunda de la fortaleza, cientos de alfileres se hundían en la tierra atravesando cuerpos derrotados.

Aunque el quejumbroso lastimar de los reos agonizantes era aún perceptible, los gritos de la doncella se elevaban sobre ellos. El tercer soldado se debatía con patetismo animal entre las piernas de la joven, mientras un cuarto se despojaba de la coraza en espera de cobrarse, con su turno, el ansiado botín carnal.

La diosa, rodeada de su corte, veía aplacada su voluntad de tratar de evitar lo que ocurría en su presencia por la firme presa que, a su alrededor, habían creado sus sirvientas. Había apretado los puños de tal manera que las palmas de sus manos sangraban copiosamente. Quería gritar, pero su mandíbula aprisionaba las palabras con una fuerza incomprensible. Por alguna razón, era incapaz de llorar.

La criatura, apenas una niña, defendió su honor mancillado haciendo uso del único arma que tenía disponible. A pesar de la furia con que sus uñas arrancaron la carne, el acero con el que el legionario atravesó su frágil pecho resultó ser letal. Las protestas de sus compañeros duraron apenas el tiempo en el que la chiquilla expiró su último aliento. Pronto recordaron que había más donde elegir.

Ante la mirada hambrienta de la jauría de lobos, todas rodearon a su reina creando un apetecible escudo de belleza. Cada una de ellas pasaría por el tormento antes de consentir que fuera humillada. Una trompeta lejana anunció un inminente advenimiento. El signifer se cuadró, alzando orgulloso el estandarte dorado y púrpura, y los hombres olvidaron súbitamente su deseo para recoger del suelo el equipo. El general llegó al frente de una horda negra. Cediendo las riendas de su corcel a su criado, descendió para contemplar el cadáver adolescente. Sin alzar ni voz ni mirada, susurró a su lugarteniente.

-Que estos hombres sean castigados de inmediato.

La queja del comandante del grupo, nació temblorosa en su garganta.

-Pero general... ¿de qué se nos acusa? ¿Acaso se nos niega nuestro botín?

-Este no es el botín de una jauría de perros. Es el botín del senado y el pueblo de Roma.

Sin necesitar un gesto de su amo, las sombras negras que acompañaban al mando rodearon al cuarteto carmesí, que trató de librarse entre pataleos de comparecer en su propio calvario.

El general se deshizo de su casco y caminó ante el grupo de mujeres. Las contempló desapasionadamente, obviando su belleza palpitante bajo las leves túnicas de gasa blanca. Sin embargo, tan pronto su mirada se cruzó con la de ella, se detuvo.

Avanzó entre las criadas con seguridad y tomando su mano, la apartó del grupo.

-Llevad a estas mujeres ante la presencia del tribuno. El juzgará cual será su destino. Esta, me servirá como esclava.

Un torbellino negro envolvió el frágil círculo de protección de tela blanca, que plañía desconsoladamente la pérdida de su diosa. El estratega la tomó por el brazo y la empujó hacia la fortaleza.

-La Defensa de Ancher Gaal. La Ingobernable. Bastión de los Dos Mundos. Es mi deseo visitarla ahora.

Las dos figuras avanzaron silenciosamente hacia el enclave. Atravesaron las puertas de bronce y llegaron al recibidor. Los estandartes de la Noble Casa aún pendían de las paredes. Asiendo su mano con firmeza, la guió con premura a través de los pasadizos. Cruzaron corredores con suelo alfombrado y ascendieron por sinuosas escaleras. Al llegar a la alcoba, en lo alto de la torre, el soldado se desprendió de sus armas y de la coraza musculada que protegía su cuerpo. Ella recordó con dolor el último suspiro de la joven ultrajada.

-¿Tembláis de frío o de miedo, mi señora?

Avanzó hasta ella, plantando su faz sanguinolienta ante su hermoso rostro. La mujer cerró los ojos, esperando su inevitable tortura. Sin embargo, en su lugar, el tacto cálido de un manto reposó sobre sus hombros.

-Espero que la capa sirva de remedio para el frío. Serán mis palabras las que aplaquen vuestro temor, Gran Dama. Soy Iulius Marcelus Stivan, general de las legiones que han conquistado vuestro reino insular. Vos, sin duda, sois Dealena, Nacida de Estrellas, Dama de la Gran Casa. Y seréis tratada como tal.

Por primera vez, ella alzó su rostro orgullosa, adoptando su habitual pose regia que hasta el momento las humildes vestiduras habían logrado ocultar.

-He de ser entonces un valioso botín.

Él se asomó a la ventana, contemplando las cenizas que se alzaban desde los monumentos de la urbe.

-Lo sois, pero vuestra existencia quedará pronto olvidada. A mi lado no sufriréis ni daño ni perjuicio alguno, señora. Considerad sellada esta promesa con mi honor.

Envuelta en el manto purpurado, la diosa se colocó al lado del soldado. Abajo, en el suelo, los primeros carroñeros acudían a la llamada del cadáver reciente.

-Lamento la pérdida de vuestra sirvienta. Es una lástima que una vida tan joven termine con tanta brusquedad.

El dolor en su pecho se hizo aún más punzante.

-Era mi hija. Tenía quince años.

La miraron con lástima. Su silencio no necesitaba la compañía de palabras. A pesar de todo, la gran reina las abrió camino entre el dolor asfixiante de su garganta.

-Qué aciago es el destino. Ayer, ella respiraba la brisa que la ofrecía el mar. Hoy exhaló en su último suspiro las cenizas de su pueblo. Ayer, era princesa de una nación orgullosa. Hoy es la carne que devoran las alimañas. Iba a heredar el mundo...

-Bajaré para traérosla. Cuando amanezca, recibirá la despedida que sea de vuestro deseo.

Ella le retuvo con la mano.

-¿Por qué hacéis esto, señor? Vos sois mi enemigo.

-Hará un año, mi hogar en la frontera norte fue asaltado. Mi mujer fue violada. Mi hijo murió asfixiado por sus propias entrañas. ¿Qué guerra no ha dañado a ambos bandos?

El fuego de la destrucción bailaba grotescamente reflejado sobre ellos, burlándose sin pudor de su drama. Él hundió su cabeza sobre su propio pecho, tratando de ocultar el dolor que emitía su expresión.

-Ella no comprendió que dejar de ser víctima, no implica tener que convertirse en verdugo. Persiguió a los bárbaros durante días. El invierno la mató antes de que pudiera cobrarse su venganza.

Alzó de nuevo la vista, clavando sus ojos en los de la mujer. Por primera vez reconoció en ellos la mirada de un amigo.

-Si hago esto es porque os admiro. Las guerras matan al hombre, y ahí termina su camino. Las mujeres sois ultrajadas y debéis proseguir la lucha solas. Os admiro a vos, señora. A vos y todas las de vuestro género.

Antes de dejarla sola en la estancia, arrancó la cortina que cubriría el cuerpo de la heredera. Tras presenciar desde lo alto de la torre como el sol completaba su huída diaria, pudo ver a su enemigo envolver el recuerdo muerto de su primogénita.

En ese instante, una lágrima se apropió de su visión, mostrándola el futuro con su reflejo. Vio a sus hijas convertirse en estandartes ígneos de la fe, tener como última visión el Gott Mitt Uns grabado en la hebilla de un cinturón militar, ser apartadas de la libertad por el sadismo doméstico de un compañero indigno. Derramó sus lágrimas por todas ellas. Lloró por cada grito de dolor, por cada suspiro en soledad, por cada mujer que ocuparía el trono tras de sí. Lloró por todas y cada una de sus herederas.

Pero no lloró de pena al verlas sufrir. Lloró de orgullo al verlas luchar.
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sábado, septiembre 24, 2005

Hambre

Tenía hambre. Estaba sucio, hacía semanas que no dormía en una cama y no recordaba el tacto de la ropa limpia, pero eso era lo de menos. El doloroso vacío de su estómago, el frío que recorría su cuerpo, la pesadez de sus miembros... Eso era lo que importaba ahora. Tenía hambre. No había comido nada desde que aquella pareja le había comprado una porción de pizza dos días atrás. Les explicó como pudo su situación. Cómo había dejado atrás su hogar, el viaje junto a sus compañeros, su llegada al país... Les habría contado que su esperanza había muerto con la sonrisa del explotador, con las lágrimas de sus compañeros, con la mirada de desprecio con la que era recibido... Les habría dicho que no quería compasión o lástima. Sólo ayuda. Pero su conocimiento del idioma no daba para tanto.

Se acurrucó contra la pared del metro, intentando evitar que el calor escapara de su cuerpo. De vez en cuando alguna cabeza se giraba y lo miraba. La mayoría había aprendido a ignorarlo. Miró su reloj. Había sido de su abuelo. Una obra de precisión. Aquel reloj había cruzado las arenas del desierto a principios del siglo XX. Ahora en el XXI, atado a su muñeca, había cruzado el océano. Cerró los ojos para paliar el dolor de su cabeza y recordó. Recordó el sabor de la pizza en su boca dos días atrás. Recordó el rostro de sus dos salvadores. Ella era bella. Él siempre sonreía. Habían sido muy amables... el queso fundido... años atrás él habría hecho lo mismo... la sabrosa carne sobre la masa... su mujer era generosa, siempre quería ayudar... el impacto frío del refresco sobre su reseca boca... Apretó los ojos. Tenía mucha hambre.

Pensó en ir a los baños y beber agua hasta hacer creer a su cuerpo que estaba saciado, pero ya era tarde para mentiras. Volvió a abrir los ojos y trató de olvidar el dolor, de concentrarse. Ahora sólo debía existir una cosa. Si el paraíso prometido por Alá no era una mentira, debía ser como el escaparate de esa panadería. Los bollos recién horneados, los pasteles rellenos de nata, las empanadas de carne. Todo estaba allí. Las primeras horas había tratado de ignorarlo, durmiendo, paseando, rezando. Pero ese olor, ¿cómo se podía ignorar ese olor a comida, a calor, a hogar?. Había pensado en entrar y pedir alguna sobra, pero conocía cual sería la respuesta. Con lo que había ocurrido la gente de su raza no era bienvenida. Él no era un ladrón. Deploraba a los criminales. Odiaba a aquellos que creían estar por encima de la ley. Por encima de la vida de los demás. Pero ese olor... Era su condena. Sólo había una forma de hacerlo. Solo una. Dolorosa. Indigna. Deshonrosa. Un pinchazo en su vientre terminó de convencerlo. Había que hacerlo.

Se acicaló como pudo para llamar la atención lo menos posible y caminó con decisión hacia la puerta. Chocó con un par de abrigos negros. Uno de ellos dijo “excuse me” y siguió andando. Un sudor frío resbalaba por su frente. Oteó la figura negra de reojo sin dejar de caminar. Por un instante supo que era vigilado, que la policía estaba allí, que le atraparían y lo encarcelarían sin dejar que se explicara. A él. Un hombre honrado. Que tiraría al traste todo su honor, su dignidad, sus valores. Pero aquel olor. Eran sólo imaginaciones suyas. Delirios del hambre. Aceleró su paso, esquivando a las decenas de viajeros que conversaban entre sí. Por fin estaba ante la puerta abierta. El olor era más intenso que nunca y lo atraía hacia el interior. Debía ser rápido.

Estaba ante el mostrador. La dependienta se giró hacia los hornos. En menos de un segundo ya tenía un bollo de crema en su mano. Lo ocultó como pudo bajo la chaqueta y salió. Aún estaba caliente. Le impregnaba sus dedos con azúcar. Los sentía pegajosos. Deseó poder comer a través de ellos. Pero no era el momento. Aún no. Debía alejarse. Ir a los baños y dentro. Dentro lo saborearía. El pan blando, la crema del interior. Sonrió, pero duró poco. Entre la gente vio al hombre del abrigo negro. Le miraba. Se acercaba. Intentó evitarlo, pero allí estaban. Por todos lados. Chalecos amarillos. Reflectantes. Cascos. Gorras. Placas. Porras. Lo rodeaban. El abrigo negro estaba a un paso. Se llevó la mano al bolsillo y sacó algo. “Excuse me” dijo.

Corrió. ¿Dónde lo había oído? Tal vez en una serie de televisión. Dos días atrás. En la pizzería. “El miedo nos activa” dijo el protagonista “nos activa y nos dice ¡Corre!”. No le atraparían. Él estaba asustado. Ellos no. Sólo había cogido un bollo. ¿Por qué iban a temerlo?. Corrió, ocultando su tesoro bajo la chaqueta. Corrió y entonces sintió esa sensación. Ese escalofrío que te advierte que has olvidado algo. Abrigos, chalecos, cascos, gorras, placas, porras... armas.

No lo tuvo claro hasta que la gente gritó y se echó al suelo. Había oído algo. Un segundo atrás. Algo que pudo oír sobre las órdenes que le gritaban los agentes en un idioma que desconocía. Algo que sintió más fuerte que los choques contra la gente. Algo como... ¿bang? Se detuvo. El primer disparo le había atravesado el pulmón derecho. Se preguntó donde habría ido a parar la bala. Sintió los otros dos saliendo de su abdomen, desde la espalda. Cayó al suelo. Le dolió soltar el bollo, pero sus manos no querían sujetarlo más. Rodó hasta su cabeza y quedó allí. Ante sus ojos. Ante su boca. Ante su nariz. Ese olor.

Alguien le dio la vuelta. Notaba la mano de un hombre que palpaba sobre su ropa. Por todo su cuerpo. Clear!, gritó al terminar. Luego llegaron más abrigos, chalecos, gorras... ¿cómo seguía?. Oía sus voces. Sobre él. A millones de años luz sobre él. God, we done?, innocent, ambulance, gonna be good... Sonaban como una vieja canción de Sinatra. El abrigo negro le sujetó la cabeza. Tenía el pelo rubio, los ojos azules. Debía tener su edad. Le preguntó algo que no comprendió. El abrigo negro lo repitió. Tragó sangre y puso toda su fuerza en su garganta. I am hungry, dijo. Su voz era distinta. Más débil. El abrigo arrancó un trozo de bollo y se lo metió en la boca. Sabía como debía saber. Notó la fría crema en contraposición del pan caliente. El azúcar que había impregnado sus dedos estaba ahora en su boca. Estaba delicioso. Otro hombre apartó al abrigo negro. Sus ojos se cerraban, pero estaba seguro. Lo vio. Podría estar alucinando, pero no había duda. A pesar de estar en el metro, bajo tierra, lo vio. Decenas de estrellas sobre un cielo azul. Era como pensaba.

Jean encendió la tele. Había pasado el mayor susto de su vida pero quería comprobar algo. Cambió de canal, pulsando los botones del mando con frenesí hasta que lo encontró. Ahí estaba. Guardó silencio y escuchó a la presentadora. “... entes de la policía del metro han abatido a un sospechoso aún sin identificar en la estación de Central con Maine. El individuo llamó la atención de los agentes al tratarse de un varón de rasgos árabes que ocultaba algo bajo su chaqueta. Tras emprender la huída fue abatido por miembros de la unidad antiterro*”. Apagó el televisor. En esta cadena tampoco mostraban imágenes de su negocio. Aún así era una buena anécdota para contar a sus amigos. Comprobó los hornos de pan, vació el escaparate y desechó el género viejo. Fue al abrir la caja cuando lo vio. ¿Quién habría dejado un reloj tan antiguo sobre su mostrador?.
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martes, septiembre 20, 2005

G. O.

Innumerables trozos de cristal cortados por el azar en formas irregulares. El cielo se refleja en uno. Parece un pedazo arrancado del paraíso. El viento mece con brío las cortinas. Las hojas de la ventana rota golpean rítmicamente la pared. Los gritos de ella suenan como una guerra chill out.

Ríos de sangre brotan a cámara lenta de agujeros abiertos con plomo. Las uñas se destrozan arañando el suelo. Casquillos de bala fuman en el suelo. Mi asesino ríe y recompensa a su arma con una buena comida. El cargador encaja con un clic onomatopéyico. Mi pistola está a un siglo de distancia. La realidad se difumina como una imagen pixelada.

Intento respirar, pero un bloqueo de dolor le impide el paso al aire. La pared y el suelo no son tan incómodos como parecían. Poco a poco me hundo en un colchón de hormigón armado. La luz se tiñe de negro. Y allí están las letras. Grandes. Brillante neón rojo que contrasta con una existencia de tinieblas. Casi creo distinguir una “G”. Una “O”... Volverá a pasar... dentro de un

parpadeo.

Estoy de nuevo en pie en el pasillo de paredes texturizadas con fotografía camp. Todo está cubierto por un filtro azulado. Mi pierna golpea la madera y crea una entrada. Las astillas desaparecen al tocar el suelo. Está volviendo a pasar. Soy manejado por la mano de un dios invisible.

Es imposible saberlo, pero lo sé. Ignoro a la rehén. Me olvido de su terror y apunto al armario. Mi pistola escupe tres insultos plateados. El cuerpo del asesino cae. Estamos a salvo. He ganado.

No.

Desde el edificio de enfrente un cometa de plomo cruza la calle. La ventana muere derrochando sangre cristalina. En el mundo verdoso de un visor nocturno, mi cuerpo cae abatido.

Una vez más, muero.

Llegan las letras. Como un cartel de boxeo que anuncia un K.O. Escritas en una fuente especialmente creada para saludar a la muerte. Recibo el mensaje impersonal que me comunica mi propio fallecimiento. Game Over.

La pantalla se tiñe de negro.

Mi vida se está cargando para intentar llegar al siguiente nivel.

La muerte suena a un descanso apetecible. Necesario. Merecido.

La partida vuelve a empezar. Toman los mandos de mi destino.

Dios, dame un respiro.
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lunes, septiembre 12, 2005

Hay un Hombre en el Tejado

-Hay un hombre en el tejado.

-Y un diplodocus en mi habitación.

-No. En serio. Hay un tío en el tejado.

-Sí, ya. A ver, listo. ¿Dónde?

-Allí.

-Pues yo no lo veo.

-Allí. Detrás de la chimenea. ¿Lo ves?

-Ah. Sí ,sí. ¿Y que hace ahí subido?

-Pues ni idea. Lo mismo está arreglando algo... yo que sé.

-Pues pregúntaselo.

-Na, tío. Me da vergüenza. Y mamá dice que no gritemos por la ventana. Que la señora Andrews se asusta si oye ruidos.

-Venga hombre. No seas cagueta. Si mamá no está.

-Está bien. Pero si nos pillan diré que fuiste tú.

-Pues vale.

-¡¡¡¡Eeeehhh tíoooooo!!!!. ¿¿¿¿Qué haces en el tejado???? ¡¡¡¡Que te vas a matar!!!!

-Jajajajaja. ¿Qué hace ahora?

-Nada, se ha cagado y está echando patas.

-Ostras, pero ¿has visto? ¿Has visto?

-Sí, sí. Llevaba una pipa. Qué pistolón.

-Era como el de Bruce Willis en la Jungla, chaval.

-No. El de Bruce Willis es mucho más pequeño. Eso era un metralleta lo menos.

-Ya te digo. ¡Mira, mira! ¡Otro!

-¡El que sale en las revistas!

-Jaja. Si va en leotardos...

-Papá dice que es mariquita.

-¿Qué hace?

-Está buscando... fijo que el de antes ha hecho algo malo y lo está persiguiendo.

-¿Y no lo ve? Si se ha ido por ahí mismo.

-Ya.

-Pues díselo tío.

-Na. No soy un chivato.

-Igual te da algo.

-Seguro que lleva un montón de regalos debajo del pijama, no te fastidia.

-Pero igual tira una de esas cuerdas de las que se cuelga.

-No son cuerdas. Son telas de araña, bobo.

-Martin tiene una. La encontró pegada a su balcón.

-Bueeeeno. Pero si eso la ponemos en mi habitación.

-Venga. Pero dile algo.

-¡¡¡¡Eyyyyyyyyyyyyyy!!!! ¡¡¡¡Se ha ido por abajo!!!! ¡¡¡¡No, a la derecha!!!!

-Hala. ¿Qué te ha dicho?

-Gracias chaval, o algo así. Ya se ha ido.

-¿Te ha dado algo?

-No, tendría prisa.

-Bah.

-Ya. Qué rata. Fijo que Daredevil te habría dado algo.

-Ya. Oye, ¿qué ponen por la tele?.
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domingo, septiembre 11, 2005

I - Puertas


1 hora y 13 minutos antes la gota pendía temblorosa del tubo de plástico, en una infructuosa lucha por asirse al recipiente. Tras unos instantes de esperanza, el líquido capituló dejándose caer al océano azul y negro que se abría a sus pies. Al recibir la gota la pupila se dilató como un oscuro pozo negro que trata de llenarse de agua de lluvia. La joven parpadeó dos veces extendiendo la sustancia por el ojo. Pasados unos segundos, unas raíces verdosas se extendieron por la iris azulada para convertir en un vergel el páramo nevado que la rodeaba. Se llevó las manos a la cabeza destrozándose el peinado. Casi notaba como atravesaba su retina y entraba en el nervio. Directa a su cerebro. Sus propios sollozos parecían venir de un universo alternativo. Bola Ocho era ahora un dibujo animado en dos dimensiones, y aunque su voz llevaba el ritmo adecuado, él parecía moverse a cámara lenta.

-Tu cerebro ha sido secuestrado. Ahora sé buena chica y cuídate. No vayas a morirte en alguna arteria de la ciudad.

Por un momento la joven intentó responder, pero su mente iba tan rápido que la frase quedó millones de años luz atrás.
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Las calles son las arterias de la ciudad.

Andrea odiaba esa metáfora, pero a la vez la atraía irremediablemente. Cuando escuchaba esa frase, no podía evitar imaginarla como un órgano latente en el que penetraban canales de un líquido verdoso y tóxico. La ciudad no era el corazón sano de un atleta, sino el pulmón canceroso de un fumador. Un gran pulmón que palpitaba envuelto en un manto de humo negro. ¿En qué la convertía eso a ella?. Tal vez en una célula de nombre absurdo cuya función era gritarle a su Amo que dejara el tabaco. Pero no. Ella no formaba parte de esa comunidad de glóbulos blancos y rojos que trabajaban en pro de un cometido que no llegaban a comprender. Ella era un virus. Una bacteria patógena. Un parásito que cuando revelaba su identidad era rechazado por el sistema.

Andrea no tenía muy claro a cuento de qué estaba pensando en anatomía interna, pero estaba segura de lo que buscaba. Como todo órgano lacerado, la ciudad se recomponía a diario. Cada herida infligida en su asfalto era regenerada de inmediato, y pronto surgían altos edificios plateados allí donde antes sólo había una cicatriz negra. Pero Andrea no buscaba demostraciones de arquitectura quirúrgica, sino los restos desechados de la operación. Edificios abandonados, historias olvidadas y viejas mansiones fantasmagóricas rodeadas de carteles corporativos. Un mundo paralelo de recuerdos yacía bajo el nuevo tejido de la urbe.

Andrea buscaba la puerta a ese mundo.
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1 hora y 47 minutos antes Andrea Wolf podría haber sido definida como un bello paradigma de discordancia. Su silueta cortaba la oscuridad de la calle como una espada echa de cristal al rojo vivo. El largo abrigo oscuro estilizaba aún más su figura. La bufanda blanca que protegía su cuello acompañaba a la melena negra en un baile cuya música marcaba el viento. Su hermoso estandarte, anunciado por el sonido rítmico que producían sus tacones con cada paso, era una declaración de guerra contra la terrible fealdad del barrio. En las antiguas urbanizaciones colindantes a la bahía de embarque no había lugar para la belleza.

No era la primera vez que venía, pero como en cada una de las otras ocasiones, tampoco sabía si sería la última. Los vio en un parpadeo. Tres figuras emergieron de un callejón imitando su paso. Evidentemente no les importaba tanto el camino como el caminante. Ella no incrementó su ritmo. No trató de huir. No se alteró lo más mínimo. Simplemente se limitó a sonreír cuando el primer lamento de dolor surgió a su espalda. Su Sombra no la abandonaba, y eso le resultaba irónicamente gracioso. ¿Desde cuando a un ángel le preocupa la seguridad de un demonio?. No necesitaba girarse para ver. Los gritos de pánico eran el relato fiel de la contienda. El tercer cuerpo cayó al suelo. Su Sombra. Su Ángel de la Guarda. Ojalá recordara su cara.

Los restos calcinados de la oficina de objetos perdidos se pudrían ante sí. Estaba cerca.
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Cuando tenía cinco años su casa estaba en obras. Todo estaba sucio y desordenado, y no encontraba a Elena por ninguna parte. Oía su llanto, pero era incapaz de encontrar la habitación de la que procedía. Cada vez que abría una puerta, el otro lado estaba bloqueado por un muro de ladrillos recién levantado. Abrió mil doscientas diecinueve puertas aquel día. Las contó. No volvió a ver a Elena, pero aún escuchaba su llanto.

Andrea aún no había descubierto si su hermana era o no real, ni si su batalla contra las puertas había sucedido de verdad o sólo era un sueño, pero tenía curiosidad por averiguarlo.

En cinco minutos había abierto tres puertas. No las elegía al azar. Cada una de ellas la llamaba con una voz diferente. La primera era la de un burdel con fulanas de los años 20, la segunda estaba tapiada y la tercera daba a un parque de atracciones de columpios oxidados, que tarareaban al son de la brisa canciones chirriantes. Ahora Andrea hacía cola frente a la taquilla de un banco con la intención de abrir la puerta de la caja fuerte. No tenía ni idea de cómo convencer a los guardias armados de que la permitieran pasar, por lo que estuvo a punto de pedir ayuda al Hada Madrina que esperaba frente a ella.

¿Hada Madrina? Se recriminó a sí misma en voz baja. Empezaba a sufrir los efectos secundarios del Secuestro. Tenía que concentrarse. Cuando empezaba a desesperar, Su Sombra le susurró al oído el plan perfecto.
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1 hora y 31 minutos antes acarició la madera con los nudillos. Nunca llamaba con demasiada fuerza a la puerta, ya que temía echarla abajo. No era una mujer fuerte, pero aquellas tablas debían de haber salido del manzano de Adán y Eva. Pasos provenientes del otro lado anunciaron la inminente apertura del sello que cerraba el vano. La puerta se separó de la jamba todo el espacio que le permitía la cadena de seguridad. Una cara desconocida surgió de la oscuridad y preguntó.

-¿Y tú quien coño eres?

Andrea elevó la mirada para estudiar la cabeza que se alzaba medio metro sobre ella. El hombre no debía tener más de treinta años, y de su tupida cabellera peinada a lo afro, tan sólo surgían unas anacrónicas gafas de pasta y una afilada nariz.

-Me lees el pensamiento.

-¿Vendes algo?

-Predico la palabra del señor entre los infieles y los pobres de corazón.

Una expresión de extrañeza se adivinó tras el grueso cristal de sus anteojos.

-Guapa, si tú eres una enviada de Dios...

Andrea levantó su mano enguantada haciendo callar al cancerbero.

-Nadie. Ha mencionado a Dios.

-¿Pues entonces qué...?

Andrea volvió a alzar su mano, se despojó del guante y tocó el pomo de la puerta. La cadena que aseguraba la entrada cayó fulminada al suelo ante el asombro del espigado portero.

-Me llamo Andrea Wolf y busco al Señor Saltos.

Antes de que el eco de sus palabras se hubiera perdido entre las paredes, la mujer ya había entrado.
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El sol bajó del cielo a las riendas de una cuadriga tirada por harleys para beber de una fuente, a cuyas orillas pescaban estatuas de héroes de la antigüedad.

Evidentemente no todo lo que veía era real. Y no era por el Secuestro. Siempre había sido así. Con el tiempo Andrea había aprendido a diferenciar lo que la gente aceptaba como verídico y aquello que consideraba que sólo podía salir de una mente insana. Andrea diferenciaba las reacciones de la gente y se acomodaba a ellas, pero sinceramente era incapaz de distinguir si los procesos de su cerebro respondían o no ante factores tangibles.

Una piedra la adelantó a toda velocidad. Por un momento creyó ver unas diminutas piernas que propulsaban la roca , pero al girarse se dio cuenta de que Su Sombra la había pateado. La silueta hizo un gesto de disculpa y gritó algo que Andrea olvidó de inmediato. Siguió caminando. Su Sombra la seguía con las manos en los bolsillos, y aunque la mujer no recordaba su cara, seguramente luciría una expresión de aburrimiento. Andrea no entendía por qué. Lo de la caja fuerte había sido divertido.

Un susurro interrumpió la carcajada rememorada de la joven. Se detuvo y con sus pasos también cesaron los de su acompañante. Ambos quedaron en silencio entre el estruendo de la calle. Cerró los ojos y todo lo que no era el murmullo desapareció. Existían sonidos que no se escuchaban con los oídos. Andrea se concentró en la voz y se dejó guiar por ella. Atravesó la carretera ante los bocinazos sordos de los conductores hasta llegar al otro lado. La escalinata terminaba en una imponente entrada. La puerta volvió a susurrar.

-A través de mí llegas a un llanto procedente de otro mundo.

Normalmente Andrea desconfiaba de la naturaleza traidora de las puertas, pero aquella tenía algo de especial. Salvo para sus ojos, no existía para nadie más.
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1 hora y 19 minutos antes Andrea se había acomodado en el sofá favorito del Señor Saltos. Sus dedos tamborileaban impacientes sobre uno de los brazos de su asiento, mientras Su Sombra, que sujetaba su abrigo a su espalda, seguía el ritmo con el pie. Frente a ellos su espigado anfitrión los observaba arrugando los ojos a la vez que se limpiaba las gafas. Andrea rompió el hielo.

-¿De modo que el Señor Saltos no está?

-No. Salió de viaje hacia un lugar mejor.

-Señor Bola Ocho. ¿Se da cuenta de lo que eso se parece a decir que está muerto?

Bola Ocho se colocó los anteojos y sonrió.

-¿Le incomodaría eso?

-El único afecto que guardaba por el Señor Saltos venía provocado por su habilidad para conseguir ciertos productos de mi necesidad. Si usted es capaz de demostrar esa misma habilidad, se habrá ganado todo mi cariño.

El hombre efectuó un hiperbólico gesto de admiración.

-Ooooh. Nada me agradaría más.

Andrea le siguió el juego con una sonrisa.

-Pero antes de ayudarla dígame, señorita Wolf. ¿Qué sustancia es de su necesidad? ¿Polvo blanco? ¿Piedra negra? ¿Alegres pastillitas de colores?

-Nada de eso. Lo que quiero es líquido verde.

Tras los gruesos cristales, los ojos de Bola Ocho miraron aterrorizados a la mujer. Con un rápido movimiento sacó un revolver oculto bajo el cojín de su sofá y se puso en pie, apuntando a Andrea a la cabeza.

-¿Quién coño eres, zorra? ¿Policía moral?

-Esta sí que es buena.

El abrigo produjo un leve sonido al caer sobre el suelo de madera. En un parpadeo, el revolver cambió de bando apuntando directamente a la frente de Bola Ocho. La oscuridad le miró con furia y amartilló el arma. Gruesas gotas de sudor llovían de la frente del traficante.

-¿Qué... demonios... pasa?

Andrea se levantó de su trono y recogió su abrigo.

-Señor Bola Ocho. Como es evidente, tengo la oportunidad de causarle serios contratiempos, pero no es mi estilo. Tal y como le he dicho, le estaría muy agradecida si pudiera ayudarme.

Del bolsillo de su chaquetón sacó un fajo de billetes, que zarandeó ante la cara de Bola Ocho.

-Decídase antes de que mi anónimo colaborador comience a sentirse incómodo con el arma en la mano.

El traficante cogió el dinero y lo guardó en sus pantalones.

-Lo que quiere está en el piso de arriba.
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Era obvio que ese no era un museo normal. Sus paredes transparentes permitían ver el tráfico que discurría por las callejuelas del exterior. De vez en cuando, algún viandante atravesaba los muros de aire y penetraba en el edificio sin percatarse ni tan siquiera de su existencia. Era un templo dedicado a una sabiduría invisible.

La puerta no había mentido. Este era uno de esos lugares que Andrea buscaba, pero que también temía. Ocurrían cosas impredecibles en aquellos sitios. Cosas como que ante ella hubiera una hilera infinita de vitrinas vacías, pretendiendo ser las farolas que alumbraban un Broadway desolado. Cosas como que una sombra perdiera su manto de tinieblas y revelara un rostro.

La mujer contempló los rasgos familiares que se habían ocultado bajo las tinieblas. Su Sombra la miraba como si no se hubiera percatado del cambio. Andrea se dirigió al hombre por primera vez desde que... ¿le conoció?

-Has... cambiado.

-¿Hablas conmigo?

Era un hombre delgado. De su misma edad. Tenía un rostro agradable, y su expresión transmitía que era capaz de aceptar cualquier desgracia que se cruzara en su destino. Por fin parecía comprender la situación.

-Despreterrinco.

Andrea le miró sorprendida.

-¿Qué has...?

-Deja de mirarme por un segundo, gírate, vuelve a mirarme y repite lo que te he dicho. Despreterrinco.

La mujer inició una réplica, pero el hombre se le adelantó.

-Haz lo que te digo. Por favor.

Andrea se giró y al cabo de un rato volvió a mirarle.

-Desprete... Desprete... Joder, no sé. El final sonaba como ornitorrinco.

La sombra soltó una carcajada que resonó en las paredes de cristal. Ante la sorpresa de la joven el hombre se abalanzó sobre ella y la abrazó. Ella se zafó con contundencia.

-¡Sí que has cambiado!

-Vamos Andrea. La que has cambiado has sido tú. Este sitio te ha cambiado. Te ha dado la posibilidad de...

-¿Ver lo que no existe?

-En parte, supongo. Iba a decir de recordar lo olvidable.

Andrea contempló una vez más las facciones del joven. Un torrente de recuerdos la abordó desde un rincón olvidado de su cerebro. Lo que decía era verdad.

-Eres... eres tú.

Una vez más compuso una sonrisa a modo de respuesta.

- Sí, cariño. Pero ahora debemos encontrar lo que has venido a buscar.

Andrea asintió. Su Sombra la tendió la mano y juntos avanzaron por la senda de vitrinas hacia el lejano llanto que les reclamaba.
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1 hora y 16 minutos antes Andrea se maravilló de nuevo del talento del Señor Saltos a la hora de componer escenarios descontextualizados. Encontrar una consulta de dentista en la guarida de un traficante de drogas era un imaginativo ejercicio de surrealismo arquitectónico. Se acomodó en el sofá de ortodoncista mientras Bola Ocho extraía todo tipo de substancias de un armario metalizado.

Por un momento se vio tentada a disculparse por el anterior exceso de celo de su acompañante, pero como siempre ocurría, el traficante había olvidado toda existencia de Su Sombra. Ni siquiera se había percatado de su actual ausencia, provocada por la necesaria búsqueda de un vehículo. El transporte es de gran utilidad aun cuando desconoces tu destino. Por fin Bola Ocho pareció encontrar lo que buscaba.

-Cuando era pequeño era un chaval muy travieso. Algunas veces que me portaba mal mi madre me amenazaba con tirarme a la basura. Era en broma claro. Era una mujer muy buena, dejando de lado lo de la prostitución y las drogas. El caso es que cada vez que me lo decía, venía a mi mente una imagen de niños carbonizados en un vertedero. No sé por qué. Puede que lo viera en un telediario.

Bola Ocho miró a Andrea con su cabeza en forma de bola de billar.

-Eso es lo primero que veo.

Andrea, que comprobaba su sonrisa en un espejo soldado a su peculiar trono, cesó en su actividad para responder.

-Yo veo... Veo miles, millones de puertas. Es como esa escena en Monstruos S.A. ¿La has visto?

-¿La de dibujos?

-Sí. Es como esa escena en la que el monstruo azul va colgado de una puerta por una sala donde guardan miles y miles de puertas.

-Vaya.

-Es algo así. Pero bueno, se supone que es de lo más normal. Leí en un artículo que fue diseñado por un ideólogo de la teoría de la conspiración. Aseguraba que su creación era un medio para contactar con “fuerzas sobrenaturales”. El Secuestro, proporciona al cerebro la posibilidad de...

-“...ver lo que no existe”. ¿Crees que no sé lo que vendo?

Andrea sonrió. Su nuevo camello había desarrollado su sentido del humor en mayor medida que el Señor Saltos.

-Parece que sabes mucho del Secuestro, guapa.

-Curiosidad de consumidora.

-¿Sabías que sólo por poseer esto... –imitando a un mago, sacó un cuentagotas cargado de líquido verdoso de su espalda- la policía moral podría ejecutarme sin juicio previo?

-Sí. Pero morirías rico.

Andrea golpeó el abultado fajo de billetes que Bola Ocho guardaba en el pantalón. El traficante sonrió, elevando como Espada de Damocles el cuentagotas.

-Cállate y abre bien los ojos.
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Llevaban horas caminando en silencio por el pasillo del museo, y lo peor de todo es que aparentemente no habían avanzado un ápice. Cuando miraban a su alrededor, más allá de los muros de cristal, los peatones seguían absortos en sus tareas, navegando por la ciudad como modernos barcos con el piloto automático puesto.

Sin embargo, todo variaba constantemente dentro del extraño museo. En el interior de las vitrinas, oscuras siluetas iban tomando forma progresivamente. Al principio Andrea no fue capaz de asimilar lo que eran esas extrañas figuras, pero con el tiempo su visión y su cerebro parecieron recibir un manto de clarividencia.

Eran seres. Seres que nunca antes había visto ni de los que jamás había oído hablar. Elefantes con alas de ángel, gigantescos alienígenas de enormes y pacíficos ojos, agresivos depredadores que amenazaban con devorar su alma. E incluso un majestuoso león que les saludó amablemente en un cortés acento británico. Todos estaban allí. Expuestos. Atrapados. Prisioneros del vouyerismo de sus visitantes.

Pronto las extrañas criaturas dejaron paso a otras más familiares. Estas sollozaban, reían de locura, hablaban con sus compañeros de presidio. Golpeaban con furia los barrotes de espejo de su prisión, se ejercitaban en su reducido espacio... o simplemente dormían. Estas nuevas criaturas eran como ella. Eran seres humanos.

Seres humanos de todas las épocas, de todos los lugares. Pero no seres humanos normales. Cerca de ella un centurión romano convirtió sus brazos en espadas; más allá un hombre que despedía fuego por los ojos contemplaba absorto la vitrina de una bella mujer pelirroja que parecía hablarle directamente a su cerebro. No mucho más lejos de ellos, un joven languidecía ante la brillante luz verde que emitían unas rocas aparentemente inofensivas; mientras a su lado un anciano aleccionaba a prendas de ropa para que realizaran todo tipo de ejercicios.

Su Sombra, que trataba dialogaba con una atractiva mujer rubia hasta que esta se volvió completamente invisible, preguntó a Andrea.

-¿Es este el lugar que buscabas?

Andrea asintió.

-¿Qué crees que hacen aquí encerradas estas personas?

Su Sombra respondió a la joven.

-Creo que es el Ala Humana del museo. Pero esa no es la pregunta correcta. Deberíamos preguntarnos qué les encerró aquí.

Un llanto de bebé resonó sobre ellos a la vez que una luz incandescente iluminaba toda la estancia. El brillo era tan intenso que todo se convirtió en una silueta. Andrea contempló sus propias manos, que ahora eran totalmente negras. Aquello le era familiar. Así era como veía antes a Su Sombra. El joven, convertido como ella en una mera sombra, se acercó y la abrazó. Sobre sus cabezas, una voz resonó como una explosión atómica.

-¡Contemplad visitantes! ¡Contemplad a los héroes de la Tierra!
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1 hora y 3 minutos antes Su Sombra portaba en brazos el frágil cuerpo de Andrea. La había envuelto en su abrigo, pero aún así la mujer no dejaba de temblar. Miró sus ojos azules, que no paraban de llorar lágrimas verdes. Entre las convulsiones, trataba de hacerse entender.

-Elena... llora... tras una puerta... y la puerta....

Apretó con fuerza el brazo del hombre. Sus uñas se clavaron en la piel, hundiéndose en la carne hasta que el desmayo la hizo ceder en su involuntario empeño destructivo. Era en sueños cuando el Secuestro comenzaba a hacer efecto.

La acomodó en el coche lo mejor que pudo, y se sentó al volante, junto a ella. El pelo moreno caía sobre su cara, dejando tan sólo a la vista sus labios carnosos. Su esbelta figura reposaba en el asiento del copiloto. El joven cuerpo era una tentadora ofrenda. Se despertaría, pero podría hacer tantas cosas con ella. Cosas que ella ni siquiera recordaría. Le apetecía tanto volver a besarla.

Apartó el pelo de su cara.

No sería así. Volvería a ocurrir como tantas veces antes o no ocurriría. Ya llegaría el momento de besarla. Y sería un beso que no olvidaría.

Sacó un caramelo del bolsillo de su chaquetón, lo liberó de su envoltorio y se lo metió en la boca. Se reclinó en el asiento y se dispuso a esperar.

47 minutos después Andrea despertó súbitamente de su pesadilla.

-Al centro. A la zona del parque. ¡Rápido o perderé el rastro!

Su Sombra susurró un “te quiero” que ella no recordaría y arrancó el coche.
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La Luz descendió del cielo transmutándose durante su caída en una figura humana. Apaciguó radicalmente la intensidad de su brillo, y todos aquellos que poblaban la sala creyeron haber vivido la muerte de un sol. Caminó con solemnidad hacia los cuerpos abrazados, y sólo cuando estos se hubieron levantado, comenzó a hablar.

-No sois visitantes. Sois humanos. Erguios y dejad que os contemple.

Andrea y Su Sombra se alzaron con aparente orgullo, pero en realidad se sentían como bacterias observadas desde un microscopio.

-Dos de los especiales. No caídos. ¿Quién eres tú, varón?.

Hundió sus dedos en el cuerpo de Su Sombra, extrayéndole una porción de esencia.

-Sí. Sí. Tú eres Ese. El Olvidado. El Olvidable. El Apartado. El Paria. Un experimento de los Ancianos. Aunque seguro que tú lo tomas como un castigo.

-Olvídame, ¿quieres?.

La Luz se detuvo ante la Sombra.

-Intentaría carcajearme ante tu ingenio, pero bastante condiciona mi expresividad vuestro lenguaje.

La Luz centró su atención en Andrea.

-¿Y quién eres tú hembra?

-Ni se te ocurra arrancarme nada.

-No. No. No es necesario. Ya te reconozco. Tú eres Esa. La Bruja que desvela secretos. La Ninfa que confunde a los hombres. El Oráculo que todo lo ve. La Primavera que hace crecer vida allí donde no había nada. Otras hubo antes que tú con tu mismo poder. Pero siempre una. Sólo una que puede ver aquello que para otros ni tan siquiera existe.

Ya no oía el llanto. Andrea ocultó su preocupación.

-¿Y quién eres tú, que parece saberlo todo?

-Yo. Yo sólo soy un mero Conservador. Un estudioso de lo inexplicable. Procuro mantener en marcha el museo, hasta que lleguen los Exterminadores. A ellos sí les debéis temer, pero a mí... Soy del todo inofensivo. Tan sólo recojo muestras especiales.

-¿Para un museo de rarezas?

-Para un museo de historia, Hechizadora. Pero no es esa la pregunta que has venido a hacer.

Su Sombra, que trataba de encontrar una herida allí donde La Luz había operado, miró preocupado a Andrea. La joven le tranquilizó con la mirada.

-Mi hermana. Elena. Está aquí.

La Luz asintió con su cabeza de estrella.

-¿Crees que tus habilidades te hacen especialmente interesante para mis cometidos? Ha habido miles como tú. Durante eones. Y todas llegaron hasta mí. No. No eres especial. Al menos por ti sola.

La Luz pausó su discurso. A Andrea le recordaba a un viejo profesor de universidad, que abusaba con crueldad de su sabiduría.

-Siempre hubo una de tu estirpe en activo. Una a la que de algún modo le eran revelados secretos que nadie era capaz de comprender. Fueron guías. Líderes. Pero con el tiempo, su habilidad fue tildada de locura. Pero con cada una que moría, otra ocupaba su lugar. Siempre una.

El ser luminoso se detuvo ante ella, y abriendo su propio cuerpo extrajo de él un pequeño bulto, que acunó en sus brazos. Elena aún conservaba la manta en la que la había envuelto su madre el día que desapareció.

-Ella te hace especial a ti. Y tú la haces especial a ella. Una ruptura en la saga. Una excepción a la norma. Dos Visionarias en una misma generación. Una libre, y otra atrapada por las cadenas del tiempo.

Andrea miró a la criatura. Inocente. Ajena a su poder. La Luz enjugó las lágrimas que derramaban los ojos azules de la mujer.

-Una de vosotras abandonará este lugar. Su habilidad ya no es un problema. Sólo una. Debes elegir cuál.

No hubo palabras. Ni llantos. Ni despedidas. Andrea miró a Su Sombra. Ambos sabían la respuesta. Ella se acercó a Él y ambos se besaron. Cuando cesó su abrazo, la mujer le susurró algo al oído. El hombre sonrió.

Andrea caminó hacia La Luz hasta que ambos cuerpos parecieron fundirse. Juntos se elevaron hacia un cielo oscurecido y con ellos partieron todas las criaturas encerradas en las vitrinas. Miles de luces viajaron hacia el oscuro horizonte, posándose sobre la noche como un manto de estrellas.
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Su Sombra miró a su alrededor sintiendo que acababa de despertar de un sueño que aún latía en su cabeza. En el parque, iluminado por la luz trémula de las farolas, reinaba una calma total. El pequeño cuerpo se revolvió en su regazo, emitiendo un quejido apenas audible. Elena, señaló hacia el cielo con su minúsculo dedo. Una estrella pareció brillar por un momento con mayor intensidad. Su Sombra sonrió. “Ha sido inolvidable” había dicho Andrea cuando la besó.

Comenzó a caminar por las arterias de la ciudad, protegiendo el cuerpo de la niña con su abrigo. Cualquier cosa podía ocurrir en aquellos callejones, y él era consciente de que ahora era el guardián de un valioso tesoro.

Lée este y otros relatos en A Sangre y Fuego.

Preludio a un Café Solo

Observó como el cigarro se consumía en el cenicero, lo recogió con habilidad, dio dos caladas, tosió guturalmente sin tomarse la molestia de cubrir la boca con la mano, se limpió los labios con la manga de la camisa y empezó a responder:

-En Rusia, yo vivía en Siberia, en un pueblo cerca de la gran ciudad de Omsk. Era un pueblo tan pequeño que nadie se había tomado la molestia de ponerle un nombre, de modo que los de la ciudad simplemente nos llamaban “los de fuera”. En la ciudad había chimeneas en las que prender un fuego para calentarse, comida y ropa, pero fuera, el hombre estaba solo con la estepa. A principios de Octubre llegaba un viento tan fuerte que arrastraba consigo el color de las cosas, y los campos que habían sido verdes se cubrían de un color blanco, los animales y los árboles se volvían negros como sombras y la piel de los hombres se tornaba gris.

Con torpeza, tanteó la mesa en busca de la única copa de las siete que aún contenía alcohol. Haciendo acopio de toda su habilidad coordinativa, logró llevársela hasta la ansiosa boca, que sorbió con premura el contenido del recipiente hasta vaciarlo de líquido. Los cubitos de hielo tintinearon cuando la copa regresó a la mesa.

-Luego comenzaba a caer semejante cantidad de nieve que ni nos molestábamos en abrir los ojos, ya que todo lo que habríamos visto sería un blanco infinito. De todas formas, hacía tanto frío que si abrías los ojos, las lágrimas se congelaban y no volvías a ver jamás. ¿Sí?

El ruso llevaba nueve años en el país y hablaba el idioma con la fluidez de un filólogo, pero aún ahora conservaba cierta desconfianza hacia una lengua que todavía le parecía extraña, lo que le impulsaba a cuestionar a sus oyentes sobre su capacidad para hacerse comprender. Esperó el gesto de asentimiento de su público y prosiguió.

-Pero a pesar del frío y la nieve, “los de fuera” teníamos que buscar la manera de sobrevivir. En la estepa no había tiendas donde comprar abrigos de pieles ni carne para asar. Teníamos que salir a cazar.

El ruso se llamaba Aleksandr, pero todo el mundo lo llamaba Sasha. Sasha estaba en ese estado intermedio de embriaguez en el que empiezan a atropellarse las palabras. Por fortuna para los que atendían la historia del ruso, Sasha ponía todo su esfuerzo en arrebatarle el control de su lengua al vodka que saturaba ya su organismo.

-Yo salía a cazar con mi padre. Usábamos un rifle de mi abuelo. Con ese arma, mi abuelo había derrocado a los zares. Era un rifle muy viejo, pero jamás falló. Un día, mi padre y yo salimos a cazar, en silencio. Cuando salíamos a cazar en invierno, nunca hablábamos. De haber abierto la boca, la saliva se habría congelado antes de lograr articular palabra.

Ante la expresión de asombro de sus atentos espectadores Sasha no pudo reprimir una sonrisa, que ocultó expulsando su última calada por la nariz. El rostro del ruso pareció desaparecer por un momento entre una tóxica bruma gris de tabaco negro.

-Caminamos durante horas entre árboles negros y campos blancos. La cara gris de mi padre escrutaba con impaciencia el horizonte helado, hasta que por fin señaló una sombra lejana. Allí, entre los árboles, estaba el oso más grande que había visto en mi vida. Estaba parado como una estatua y nos miraba fijamente a los ojos con toda su furia.

Como si de un experimentado actor se tratara, acompañó su relato de un variado catálogo de movimientos y expresiones faciales. De repente, detuvo su frenesí gestual para componer su habitual aspecto sosegado.

-Mi padre cargó el arma y me la entregó. Yo nunca había disparado, y tenía mucho miedo. Era sólo un niño, pero sabía que si fallaba, el oso nos destrozaría sin piedad. Apunté con todo el cuidado que pude, intentando controlar el temblor de mis brazos, y disparé.

Tras componer la típica posición de cazador, dio una sonora palmada que actuó como improvisado efecto sonoro. El humo que desprendía el cigarro por el cañón del arma imaginaria acentuaba la sensación de realismo.

-El retroceso del arma me tumbó en el suelo. Cuando mi padre me levantó, el oso no estaba. ¿Lo había matado? ¿Había huido? ¿Qué había sido de aquella terrible bestia?

Para desesperación de sus oyentes, el ruso se tomó un minuto completo en aplastar contra el cenicero la cabeza flamígera de su pitillo. Cuando juzgó que la tensión había alcanzado su punto álgido, continuó.

-Mi padre y yo avanzamos hasta donde habíamos visto al animal por última vez. En el suelo había un gran sombra despanzurrada. Lo que vimos al llegar jamás lo olvidaré.

Con un ágil movimiento, impropio de su estado, se hizo con una copa llena de hielos.

-El enorme oso estaba roto en pequeños trozos de hielo. ¡El muy tonto se había quedado congelado!. ¿Sí?

Sasha agitó frenéticamente la copa hasta que los cubitos crearon el sonido deseado.

- ¡Por eso no se movía!. ¿Sí?

Los tres hombres soltaron grandes carcajadas. A pesar de lo obvio, a ninguno de los dos compañeros de Sasha se le ocurrió pensar que exageraba. En un parpadeo, Sasha pasó de la risa a una especie de lastimoso llanto.

-El invierno era muy duro. Muy duro. El invierno se llevó a mi Irina. ¿Habéis visto a mi Irina? ¿Os enseñé ya a mi Irina?

Ángel había visto a Irina no menos de tres veces desde que hacía un mes conociera a Sasha, pero aún así contestó que no. La negativa del tabernero fue sincera. Sasha se levantó torpemente de su silla y deambuló hasta el perchero, donde se dedicó a la tarea de rebuscar en los bolsillos de su chaqueta. Ángel contempló a Sasha y concluyó que el ruso era un hombre lleno de contradicciones: capaz de reír y de llorar en un mismo minuto. Capaz de vestir una camiseta que rezaba “Fuck Amerika” y una gorra de los New York Yankees.

Mientras esperaba el regreso de Sasha, que se antojaba tardío, Ángel repasó una vez más el bar con la mirada. Ocupaban ahora una de las veintiuna mesas que se hallaban dispuestas sobre el suelo de madera. Cada mueble, incluida la barra, estaba hecho del mismo material que el suelo. Las paredes de piedra terminaban de darle a la estancia una apariencia de rústica solemnidad. Sobre ellas se había colocado multitud de objetos: útiles de labranza de la zona, viejos aparejos para esquiar, prendas de vestir autóctonas, mapas de carreteras de la región debidamente enmarcados, fotografías en color sepia de épocas casi olvidadas, bufandas de distintos equipos de fútbol... Nada de aquello consiguió captar la atención de Ángel, que desvió su mirada al enorme ventanal que actuaba de escaparate. A través de él, la nieve no dejaba de caer. Un mundo blanco había conquistado la realidad que Ángel conocía y la había limitado a las cuatro paredes de aquel bar de carretera.

Había llegado con Sasha hacía ya tres días. Habían salido de casa antes de lo previsto, intentando cruzar el temporal para conseguir llevar la carga a tiempo. Sin embargo, el clima había empeorado antes de lo previsto y los camiones no habían podido seguir avanzando. Fuera, las dos moles mecánicas dormitaban bajo la manta de nieve que los cubría. En su interior su valiosa carga de exóticas plantas ornamentales se echaba a perder. Deberían haber adornado una boda de postín, pero ahora se habrían visto obligados a celebrarla con helechos o con esas horribles parodias de plástico carentes de vida. Ángel lamentó que las flores se pudrieran, lamentó imaginar la cara de decepción de su padre y lamentó no haber sido capaz de detener su vehículo antes de que se llevara por delante el jardín de rosas marchitas de la entrada. Pero lo que más lamentaba, sin duda, era no saber cuando iban a poder salir por fin de allí.

Su mirada se desvió por instinto a la pantalla del televisor que colgaba del techo. El inerte aparato sólo le devolvió el reflejo grisáceo de la estancia. Apenas nada más llegar se había cortado el suministro eléctrico. Como en su momento bien había apuntado Sasha, eran afortunados de que la especialidad de la casa fuera carne asada en cocina de leña tradicional. En una esquina una máquina tragaperras compartía las horas muertas con el busto de un enorme alce, que con mirada de desconfianza, parecía advertir al que se acercara por allí del peligro latente de la ludopatía.

Rafa, que compartía mesa con Ángel, tuvo menos paciencia que el joven y se levantó para colocarse, en un sabio acto premonitorio, tras la barra. Su experiencia le decía que Sasha no tardaría mucho en acercarse para pedir una nueva dosis de evasión líquida. Mientras el ruso luchaba con toda la destreza de la que era capaz contra su prenda, Rafa mató el tiempo abrillantando la barra con un trapo. Como todos los que trabajaban en su mismo gremio, repetía esa misma cariñosa caricia cientos de veces al día.

Su brazo estaba tan acostumbrado a realizar esa acción que la llevaba a cabo como un mecanismo automático, controlando de manera precisa la presión, el diámetro y la duración de cada una de las pasadas. Eso permitía a Rafa dedicar todo su cerebro a pensar. Ahora recordaba las palabras de su mujer, que le había aconsejado cerrar ante el temporal y haber ido con ella y sus hijos a pasar la Semana Santa en la ciudad. En su momento le había parecido una estupidez desaprovechar las supuestas hordas de turistas deseosos de una última aventura invernal, pero ahora aceptaba sin rubor la sabiduría en las palabras de su esposa.

Por fin Sasha logró arrebatarle a su cazadora un pequeño trozo de papel que corrió a enseñar al camarero. La fotografía mostraba a una mujer rubia, de ojos azules y piel pálida, que sonreía con pudor a la cámara. A Rafa le costaba creer que una mujer como aquella hubiera tomado la estrambótica decisión de compartir su vida con alguien como el ruso. La risueña expresión de su propia esposa le vino a la mente. Las arrugas aparecían cada vez más marcadas en su rostro y sus mofletes crecían al mismo ritmo. La comparación era odiosa. Tal vez más guiado por la envidia y la desconfianza, que por la curiosidad, dio la vuelta a la fotografía para comprobar que no se trataba de un recorte de revista. En el reverso había una frase en cirílico escrita con un lapicero. Antes de que Rafa pudiera preguntar, el ruso se le anticipó.

Es una frase de Tolstoi, dice... –miró al techo en busca de inspiración- el secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace.

Rafa tardó unos segundos en comprender el juego de palabras. Cuando tuvo claro su significado, preguntó aturdido.

-¿Lo escribió ella?

-Sí, Irina era licenciada en bellas artes por la universidad de Mockba. Antes de conocerla, el único libro que tenía en mi casa lo usaba para calzar la pata de un mueble. Ella me enseñó a escribir y a leer. Daba clase en un instituto de Omsk. De literatura. -El recuerdo despojaba la expresión de Sasha de cualquier reducto de alegría.- Un día al regresar del trabajo su coche se salió del camino. La nieve lo tapó enseguida. Cuando la encontré parecía dormida. Intenté despertarla, pero el invierno ya se la había llevado.

El tabernero no sabía que decir. El drama de aquel hombre le había conmovido, y el indescriptible dolor que ahora padecía en su pecho le hizo sentirse más cercano que nunca a aquel extranjero. Con toda la solemnidad que fue capaz de representar, le devolvió a Sasha la imagen de su felicidad perdida. El cándido beso que estampó en aquel papel envejecido desbordó las frágiles presas de los ojos del camionero, que vertieron unas gordas lágrimas que fueron a parar desde sus mejillas a la barra. Tras guardar unos segundos de luto por las lamentaciones líquidas de su cliente, Rafa pasó sobre ellas su inseparable trapo, fundiendo para toda la eternidad esas dosis orgánicas de tristeza con miles de carcajadas etílicas que durante años había borrado de la misma manera de su apreciada barra. Cumplido su deber laboral, una llama de humanidad se encendió en el corazón del orondo restaurador, que tuvo la necesidad de animar a sus compañeros de encierro de la única forma que conocía.

Oye chaval –se dirigió al muchacho, que parecía meditar profundamente, para no ofender con su proposición al ruso- ¿qué tal si caliento un poco de agua en la leña y preparo un buen café?. Leche no hay, pero le echamos un poco de azúcar y verás que bueno.

Por mí vale. – La escueta respuesta de Ángel permitía adivinar que, aunque odiaba el amargo sabor del café solo, no se encontraba con el ánimo suficiente como para llevarle la contraria a su anfitrión. Luego se percató de que Sasha no había respondido a la pregunta que le había hecho minutos atrás.

-Oye Sasha. Muy guapa la historia del oso pero no me has dicho por qué demonios no para de nevar si ya estamos en Abril.

El ruso se encogió de hombros.

-Yo no lo sé, Ángel. ¿Quién puede conocer los pensamientos del viejo invierno?

Ángel esperaba una respuesta más satisfactoria, pero estaba claro que debía conformarse con la que tenía. De debajo del mostrador, cuyo contenido era siempre un misterio, Rafa sacó una vieja cafetera. El agua canturreó con alegría al chocar con el metal del recipiente, que minutos más tarde, seguía el mismo ritmo practicando un extraño taconeo sobre el brasero. La cafetera no tardó en acelerar su baile, que dio por finalizado emitiendo un agudo silbido acompañado por una densa nube de vapor. Rafa se acercó a las llamas, abrió con precaución la boca de la cazuela y comenzó a echar al agua hirviendo cucharadas soperas de café molido. Tanto Ángel como Sasha contemplaban absortos la operación, tratando de matar el tiempo admirando la única señal de actividad que se les ofrecía. Cuando el tabernero cumplió con su cometido, se sentó junto a sus compañeros.

Tras unos minutos, las nubes de vapor transportaron por todo el bar un olor que despertó una sinfonía de recuerdos en la mente de Ángel. El joven cerró los ojos, y con una sonrisa en los labios, rememoró con satisfacción el tacto de una cama hecha con sábanas recién lavadas, una larga ducha bajo el agua caliente y un plato humeante servido en la mesa. Lentamente iba quedando atrapado en aquella melodía de dulces sensaciones, cuando de pronto, el estruendo de una puerta que se abría, le rescató de su placentera tortura.

Cuando Ángel abrió los ojos, encontró ante sí a los cuatro individuos más extraños que había visto en su vida. La ventisca, que desapareció por la puerta cerrándola con la misma violencia con la que la había abierto, parecía haber depositado con alivio al curioso cuarteto en el interior de la taberna, para luego huir a toda prisa de sus responsabilidades. Cuando Ángel salió de su estupor inicial, pudo estudiar con detalle a cada personaje que formaba aquel extravagante grupo.

El primero era un joven de la misma edad que el camionero. Debía medir dos metros y su altura era acentuada por una delgadez provocada, sin duda, por la frenética actividad de la adolescencia. Vestía un equipo completo de esquí, con unas grandes botas rojas, un pantalón anaranjado tres tallas mayor que lo necesario y una cazadora amarilla. Completaba su colorista indumentaria un vistoso gorro de lana, que acaparaba todos los colores del arco iris. Cuando se despojó de su tocado, reveló unas largas greñas rubias como rayos de sol. Sus ojos eran del mismo azul que el mar calmado, su piel dorada como la arena y su bondadosa sonrisa estaba adornada por unos dientes blancos como la espuma que arrastra las olas.

A su lado, una mujer se mordía las uñas aprovechando que sus guantes de lana negra carecían de revestimiento en la zona de los dedos. Era mucho más baja que su rubicundo acompañante, y su edad no debía pasar de los treinta. Su aspecto le recordó a Ángel al de una estrella del rock. Unos descuidados mechones de pelo oscuro caían sobre su frente, ocultando casi del todo unos profundos ojos negros. Una lágrima de tinta cruzaba su mejilla izquierda hasta alcanzar sus labios morados. La raída chaqueta de cuero combinaba a la perfección con las enormes botas militares que calzaba, así como con los viejos leotardos que se adivinaban bajo una fina falda hecha de hojas muertas. Mirarla era como observar el amor de una sombra olvidada.

La terrible expresión del anciano resultaba conmovedoramente épica. A pesar de que apenas podía sostenerse en pie y que respiraba con gran dificultad, cada vez que conseguía expulsar el aire de su interior, una fría ráfaga de hielo congelaba el ambiente. Su larga barba blanca y su melena pasaban desapercibidas ante la heladora mirada de sus ojos azules. El viejo era de la misma altura que el más joven de los cuatro, pero debía pesar tres veces más. El abrigo gris de pescador con el que se cubría exageraba aún más su tamaño. Cuando tosió, llevándose la mano a su poderoso pecho, un trueno ensordecedor retumbó entre las débiles paredes.

Sin embargo, y a pesar del grotesco aspecto de sus tres acompañantes, era la última figura la que más llamaba la atención. El anciano reposaba su enorme cuerpo sobre el delicado cuerpo de una bella mujer, que le sostenía aparentemente sin esfuerzo. La joven vestía un fino vestido estampado de flores y caminaba descalza. Sus brazos eran finos y delgados, al igual que sus largas piernas. Su cabello rojo se enredaba en una tiara de flores prendidas en su pelo. La mujer sonreía con dulzura al tiempo que estudiaba el lugar con una intensa mirada verde. A pesar de la distancia, Ángel captó su perfume. Olía a la sensación de andar descalzo sobre la hierba recién cortada.

Ambos grupos permanecieron mirándose en silencio no menos de un milenio, hasta que por fin, la bella pelirroja pronunció la obviedad más adecuada a la situación.

-Buenos días.

Rafa asumió su papel de anfitrión y respondió con la misma fórmula.

-Buenos días.

Como si el saludo fuera una señal convenida con anterioridad, el anciano dejo caer su peso en una silla, el joven se apoyó contra una pared y la sombra corrió a sentarse en la barra, ante la mirada de terror del tabernero, que contempló como las posaderas de la mujer mancillaban su preciado mueble. Llevándole la contraria al frenesí de sus compañeros, la joven pelirroja tiró con tranquilidad de una silla y se sentó en ella juntando pudorosamente sus rodillas, para proceder más tarde a estirar su breve vestido plisado, tratando de ocultar la mayor porción posible de sus piernas desnudas. El anciano aclaró su garganta antes de hablar.

-¿Es café eso que huelo?

Rafa se giró hacia la humeante cafetera para cerciorarse de algo que sabía con seguridad.

-Sí, pero no sé si habrá suficiente. Sólo había preparado para nosotros tres.

El anciano respondió con una sorprendente amabilidad.

-No se preocupe, tabernero. No hace tiempo como para esperar visitas.

Sasha, que hasta entonces había permanecido indiferente a los últimos acontecimientos, miró al viejo.

-Puede usted tomarse mi café si quiere. Yo prefiero seguir borracho.

Y dicho esto, y sin esperar ningún signo de agradecimiento, volvió a girarse hacia la barra para quedar de nuevo absorto en la adorada fotografía de su difunta esposa. Por pura cortesía, Rafa preguntó a los otros tres visitantes.

-No puedo ofrecerles gran cosa, pero si les apetece tomar algo...

La chica de la sonrisa rechazó el ofrecimiento con un amable gesto, la otra mujer, sin embargo, levantó ansiosa su dedo.

-Yo quiero algo con sabor a lágrimas de un poeta desesperado tras ser abandonado por su musa.

Aquella petición no sorprendió en absoluto a Rafa, que se temía lo peor de la extravagante fémina desde que se sentó en la barra.

-¿Y no te conformarías con una Coca Cola? –respondió ofendido.

La joven pelirroja, sin perder la sonrisa, se puso de lado del tabernero.

-Por favor, guarda las formas hermana.

La sombra aceptó de mal gusto la regañina de la que parecía ser su hermana menor. Pensó por un instante y efectuó una petición más realista.

-¿Me da algo donde escribir? Se me acaba de ocurrir un poema sobre el rencor.

Rafa señaló un servilletero que reposaba sobre la barra. La siniestra mujer arrancó una buena cantidad de servilletas, sacó un rotulador de un bolsillo de su chaqueta y se puso a escribir. La atención del camarero se centró ahora en el más joven, que observaba la escena con una brillante sonrisa.

-Y a ti chaval, ¿te pongo algo?

-Nada, nada. –La alegría con la que declinó la oferta resultaba halagadora.- Oiga, ¿no habrá por aquí algún sitio donde alquilar una tabla de snow.?

Fue ahora el anciano el que se encargó de dar un toque de atención.

-Ahora no es momento para divertirse, hijo.

El surfista vocacional no perdió la sonrisa, y agitó sus manos al unísono.

-Bueno hombre. Ya que estábamos aquí...

Cuando por fin el café estuvo en su punto, Rafa lo sirvió en dos tazas, dejando vacía la tercera que iba destinada a él mismo. Se le hacía tan raro beber mientras sus clientes le miraban inactivos, que prefirió no provocar ese cambio de papeles. Entregó una humeante taza al anciano, el cual la levantó por tres veces ante cada uno de sus anfitriones, agradeciendo de esta manera el cálido regalo. Ángel cogió la segunda, sintiendo la leve quemadura que producía en las llamas de sus dedos. A pesar de la anterior negativa de la dama del pelo de fuego, repitió el galante ofrecimiento.

-Si te apetece café puedes beberte el mío. Debes tener frío vestida así.

La sombra lanzó desde su baluarte una maligna carcajada, que provocó el rubor del joven.

-Eres un ángel –dijo con cariño la dulce joven- pero sólo estaremos aquí un momento. Mi padre debe recordar una frase, y pensamos que si reposaba le sería más fácil traerla a su memoria.

-¿Una frase? –preguntó el camionero extrañado.

-La frase, tío. –le respondió el risueño esquiador.

-¿Son ustedes actores? -aventuró Ángel.

-¿No lo es todo el mundo? –reflexionó con tristeza la oscura poeta.

-Lo decía por el vestuario, el poema, la frase... ¿Es de alguna obra conocida? Tal vez alguno de nosotros la sepa. –Por algún motivo Ángel deseaba ayudar a esa gente.

-Lo importante no es conocer la frase, sino que nuestro padre la recuerde. –Un fulgor de vida apareció en los verdes ojos de la mujer.

-¿Quieres decir que tú conoces la frase? –La única respuesta que obtuvo Ángel fue una enigmática sonrisa. Su hermano vio necesaria una aclaración.

-Mi hermanita lo sabe todo. Es la mar de lista.

-Pero hay algo que mi hermana pequeña no sabe... –sentada en la barra, la sombra tomó aire para soltar la noticia.- Estoy embarazada.

Sasha dejó escapar una triste carcajada y Rafa esperó la reacción del padre, que fue el primero en hablar.

-¿Embarazada?

-Sí.

-¿En serio?

-Ajá.

-Pues eso es buena señal ¿no?. –dijo con una alegría superior a la habitual su hermano pequeño- Vamos, yo no soy un entendido, pero eso es una buena señal ¿no?.

-Sin duda. –corroboró la pelirroja.

-Pues claro. –afirmó la sombra.

-Definitivamente es una buena señal. –apostilló el viejo, para luego beber de un trago el negro líquido de su taza. Al posarla en la barra, reparó en la imagen a la que Sasha rendía pleitesía.

-¿Puedo verla? –Sasha reflexionó un momento para darse cuenta de que no había motivos para negarse. La imagen pareció perderse entre los gigantescos dedos del anciano, que recordaron al ruso las viejas ramas de un árbol muerto. El anciano admiró la belleza de Irina y luego centró su fría mirada en los tristes ojos de borracho que tenía ante sí. El anciano tomó aire y comenzó a hablar en una legua extranjera. Ángel reconoció en las palabras del gigante los mismos fonemas que en las canciones que tarareaba Sasha. Cuando después de una eternidad terminó su discurso, Sasha le miró con infinito agradecimiento. Las lágrimas que aparecieron de nuevo en los ojos del siberiano fueran respondidas por unas amables palmadas en la espalda. El gigante blanco se apartó de él y sonrió por primera vez desde que había entrado.

-Hijos, creo que ya recuerdo la frase.

La noticia fue recibida por una alegre algarabía. Pronto los cuatro se prepararon para partir de nuevo al exterior, donde la tormenta parecía ahora remitir. El padre se llevó la mano al bolsillo y preguntó al tabernero.

-¿Cuánto le debo, tabernero?

-Nada, nada, por favor. -rechazó Rafa con sincera generosidad. Con aquel temporal un café no era un producto comercial, sino una muestra de obligada humanidad. Los cuatro extraños abrieron la puerta, y fueron recogidos por la ventisca que les había llevado minutos atrás hasta la puerta de aquel refugio de carretera, hasta que pronto sus siluetas se perdieron entre la nieve.


Caminaron hasta perder de vista el humo que expulsaba la chimenea del bar. Aquel cementerio de árboles muertos parecía el lugar idóneo para llevar a cabo el ritual. Ninguno de ellos recordaba cuántas veces se había repetido desde que lo hicieran por primera vez. El padre contempló con orgullo a sus hijos y su voz se hizo oír por encima del rugido de la tormenta.

-Siento haberos hecho esperar tanto este año, sobre todo a ti hija.

A pesar del frío, la joven pelirroja mantenía su sonrisa. Asombrosamente, ni un solo copo de nieve se atrevía a rozarla.

-El lugar donde trabajamos se corrompe aún más cada año, pero es nuestro hogar y debemos cumplir con nuestra responsabilidad. A pesar de todo.

El anciano sonrió con tristeza.

-Acercaos hijos.

Los tres obedecieron el mandato de su progenitor. Sus grandes manos revolvieron con cariño el pelo azabache de su hija mayor.

-Se buena madre.

-Lo seré, padre.

Luego se fundió en un varonil abrazo con su único hijo.

-Te deseo suerte. No somos muy parecidos, pero me siento orgulloso de que tu trabajo consiga hacer olvidar el mío.

-Venga papá –respondió el rubio sin ocultar, a pesar de la despedida, su habitual alegría.

Por último se colocó ante a su hija menor.

-Hija, tu eres a la que cedo el testigo de mi obra. Tendrás que trabajar duro para limpiar todo este desastre.

-Quedará precioso, padre.

El anciano apartó con ternura los cabellos caoba que cubrían los oídos de la mujer y la susurró una sola frase. Abatido, cayó al suelo, donde quedó inmóvil como la tumba de un rey medieval labrada en hielo. Su hija menor besó dulcemente la frente de su padre muerto, y al instante su cuerpo se derritió formando un río de agua pura que se filtró en el suelo. Cuando el último copo de nieve del invierno se reunió con sus hermanos caídos, surgió de las entrañas de la tierra un torrente de vida. En una explosión de color, los primeros brotes de hierba se comenzaron a abrir camino entre la nieve, y las negras ramas de los árboles se agitaron despertando de su letargo. Primavera se incorporó majestuosa ante sus hermanos. Las flores de su vestido estampado habían cobrado vida, y toda ella resplandecía de una luz que la dotaba de una increíble fuerza.

-Tengo mucho trabajo por hacer, pero se me haría más liviano en vuestra compañía, hermanos.

Ambos asintieron, y los tres juntos se alejaron hacia el horizonte. El sol brillaba en el cielo azul, y cada paso de Primavera dejaba una huella de flores en el camino.


Ángel no lo podía creer. De la silla de madera en la que se había sentado la mujer más guapa, había surgido el verde brote de una hoja. Al principio pensó que la chica lo había dejado allí plantado usando algún tipo de pegamento, pero cuando lo tocó pudo comprobar que permanecía unido al mueble por una incipiente rama. Cuando el milagro dejó de captar su atención, se percató de que fuera lucía el sol, y de que bajo las ruedas de su camión intentaba abrirse paso el rosal aplastado. Ángel corrió hacia las moles de acero y abrió con nerviosismo la puerta de la carga. Un perfumado olor le golpeó en la cara. El interior de los camiones era un mundo plagado de vida en miles de colores.


Sasha contempló la foto de Irina y recordó las palabras del viejo Invierno:

“Irina duerme feliz un sueño eterno. Su viaje fue tranquilo, y sólo tuve que rozar sus cabellos para arrebatarla su último recuerdo. En el final, ella pensó en ti, y no se sentiría orgullosa de ver como honras su memoria.”

Rafa observó a trasluz los últimos vestigios de alcohol que quedaban en la botella.

-¿Vas a terminar esto?

Sasha miró con asco el líquido que se movía seductoramente en el interior del recipiente. El ruso negó sin esfuerzo.

-Nyet. Ahora tengo que despejarme. Pronto podremos salir a la carretera.

Sasha centró su atención en la vieja cafetera.

-Pero puedes ponerme una taza de ese café solo.

El negro líquido cayó por la garganta de Sasha despertándolo de una amarga pesadilla. Reflejado en los últimos restos de café, el ruso pudo ver su rostro, y ya no sintió lástima por el hombre que estaba ante sus ojos.

Lée este y otros relatos en A Sangre y Fuego.

viernes, septiembre 09, 2005

Hope Arts: Relatos y Guiones

En Hope Arts: Relatos y Guiones subiré periódicamente escritos de creación propia.